VALÈNCIA. El desarrollo a gran escala de energías renovables proporcionaría, además, mayor seguridad energética al evitar la volatilidad de los precios y los problemas geoestratégicos del suministro de gas y petróleo. Imposibles de olvidar los precios de la luz del año pasado cuando era una temeridad para el bolsillo encender el aire acondicionado en pleno agosto abrasador.
De entrada, no hay debate. La mayoría de la ciudadanía española cree que necesitamos renovables: un 70% está muy de acuerdo y un 22% bastante de acuerdo, según se desprende de la respuesta a la pregunta del CIS al respecto en su último sondeo prospectivo. Al mismo tiempo, es fuerte la oposición social en las zonas donde se proyectan macroplantas de aerogeneradores o placas solares.
Cualquiera entiende el rechazo a las centrales nucleares después de Chernóbil, una catástrofe revivida en la imprescindible serie de HBO, o tras el desastre de Fukushima, pero las energías renovables no matan. Sin embargo, su implantación masiva puede provocar desde alteraciones en la biodiversidad y los ecosistemas hasta el desplazamiento de comunidades agrarias o ganaderas, además de un grave impacto paisajístico, perjudicial para los pobladores y el negocio turístico. Por ejemplo, recientemente el Tribunal de Cuentas de la Unión Europea concluía que aún deben reconocerse los impactos relacionados con la generación prevista de energía eólica marina en la que se han invertido 17.000 millones de euros comunitarios en los últimos quince años porque «dada la magnitud del despliegue puede dejar una importante huella ambiental sobre la vida marina».
"Lo fácil para encajar el rechazo a las macroplantas de renovables es recurrir al síndrome del No en mi patio trasero"
Los movimientos de oposición a la implantación de infraestructuras de energías renovables no son para nada marca España; se han dado desde hace más de una década en, sobre todo, Estados Unidos, Alemania y los países nórdicos. En nuestro país el debate se colocaba hace unos meses en primer plano mediático tras las palabras del director de cine Rodrigo Sorogoyen en sus agradecimientos al ganar el Goya por la película As bestas con las palabras «Energía eólica sí, pero no así», que puede extenderse al lema «Renovables sí, pero no así» reproducido en las pancartas de las manifestaciones o los balcones.
Lo fácil para encajar el rechazo es recurrir al síndrome del NIMBY, es decir, al «no en mi patio trasero» (Not in my Back Yard), que explica la oposición de personas o comunidades a la implementación de infraestructuras de todo tipo en su entorno (sirve no solo para centrales o cementerios nucleares, también para incineradoras de residuos o centros de atención sociosanitaria a personas sin hogar). El secretario de Estado de Medio Ambiente, Hugo Morán, ante el revuelo generado por las palabras de Sorogoyen, lo dejaba claro en una entrevista: «‘‘Eólica sí, pero no así” quiere decir en realidad ‘‘eólica sí, pero no aquí”.
Los protestones estarían entonces afectados por el NIMBY: se oponen a esas instalaciones solo por ser construidas cerca de su domicilio y, por lo tanto, se basan en el egoísmo (no consideran el bien mayor), la ignorancia (no pueden comprender la necesidad de la construcción de estas instalaciones) y la irracionalidad (reaccionan emocionalmente).
Como dice el refrán, nunca llueve a gusto de todos, pero la comprensión de la aceptación social de grandes infraestructuras ha de contemplar otros factores. Los estudios coinciden en que un proceso temprano de participación pública basado en el diálogo y la negociación en el reparto justo de costes (también ambientales y sociales) y beneficios es clave. Como lo es apoyar el autoconsumo y las comunidades energéticas locales, porque estando clarísima la necesidad de la descarbonización, la cuestión está en el cómo, dónde y hasta qué punto se implantan las renovables.