VALÈNCIA. Mis alumnos se extrañan de que me guste C. Tangana. Cuando lo descubrieron, en una clase sobre el realismo español, se sorprendieron. No les encajaba con el personaje. Pero sí: me gusta C. Tangana, también Bad Bunny, Anuel AA, J Balvin, Morad y Mike Towers, entre otros. Me gusta la música urbana, lo que prueba que mi curiosidad no está muerta del todo. Una canción de Quevedo dice más de los jóvenes que el último pestiño del filósofo José Antonio Marina. Los muchachos están igual de perdidos que nosotros, los adultos. La buena música refleja a menudo nuestros palos de ciego.
Este artículo nació de volver a escuchar la canción Antes de morirme, cantada por C. Tangana y Rosalía. Entonces lo vi claro. ¿Qué haría yo si, como a un amigo de mi hermano, me diagnosticasen un cáncer de colon? En 2024, cerca de 300.000 personas habrán desarrollado algún tumor. Muchos enfermos sobrevivirán gracias a los tratamientos, pero otros carecerán de esa suerte. ¿Qué harías tú, lector, si la muerte concertase una cita contigo? En efecto, la pregunta es macabra. Cada uno obraría de manera distinta, porque debe de haber miles de maneras de morir, si no más.
Desde hace unos años la idea de la muerte me ronda.
Hay semanas en que me deja descansar, pero cuando creo pisar tierra firme, regresa de manera inesperada, en la persona de un vecino o compañero fallecido.
El muerto a plazos sabe que se le agota el tiempo; a los días debe sacarles el máximo partido. No cabe dilapidarlo con gente ajena y en tareas estériles. De modo que si me comunicasen mi muerte programada, lo primero que haría sería buscar un puente. Debajo de él gritaría mi desesperación como Marlon Brando en El último tango en París. Después mandaría el trabajo a tomar viento. «Pa’ esa mierda ya no tengo tiempo», canta C. Tangana. «Yo no quiero hacer lo correcto», avisa.
Ya no leería periódicos, ni volvería a escuchar la radio, ni vería la televisión. Donaría el 90% de mi biblioteca. Quedarían los clásicos. Sólo leería a autores de hasta el siglo XVII, pues me declaro enemigo de la modernidad. Mientras las fuerzas me asistieran, caminaría por las mañanas, como un perro vagabundo, empapándome de los mejores recuerdos. Visitaría el cementerio donde reposan mis seres queridos. Dialogaría con ellos en busca de consejo. Pero también cuidaría de los vivos, evitaría dañarles, renunciaría a su compasión y pediría perdón a las personas que traicioné. En lo posible, intentaría poner orden en mi vida, estar a buenas con Dios y los hombres. Leería la Biblia. Me confesaría y comulgaría después de 35 años sin hacerlo. La visita al notario sería obligada, pues me preocuparía que el Estado bandolero se pudiera quedar con mi modesta herencia. Antes preferiría donársela a los testigos de Jehová.
«En 2024, cerca de 300.000 personas habrán desarrollado algún tipo de tumor. Muchos enfermos sobrevivirán, pero otros carecerán de esa suerte»
La vida es una partida de ajedrez que vamos a perder. Antes del jaque mate, regresaría a los lugares donde fui feliz. Lástima que el colegio salesiano donde estudié la EGB ya no exista, ni el colegio mayor San Juan Evangelista. Por suerte, el instituto Andrés de Vandelvira continúa en pie. Me veo paseando por la rúa do Vilar en Santiago de Compostela, bebiendo vino en la calle Laurel de Logroño, tomando pescaíto frito en el barrio de La Viña en Cádiz, y pidiendo una ración de rabo de toro en la taberna San Miguel, en Córdoba. Si pudiera, viajaría a Buenos Aires como homenaje a mi padre, que emigró allí el siglo pasado.
De vuelta a casa, ya con la salud quebrada, me dispondría a abandonar este mundo en silencio, como aquel que hizo todo lo que pudo con las cartas que le dieron. Y entonces, rendido pero con la conciencia tranquila, aguardaría la llegada de la dama blanca. Nada ya tendría importancia. Fin de la comedia. A la mañana siguiente, los pájaros seguirían cantando y otro bebé abriría sus ojos a la vida.