Blanca Peñín ha hecho la reforma del entorno de La Lonja

Soñar una ciudad para los peatones... y diseñarla

Creció escuchando a su padre hablar de arquitectura y diseño. Un poso que la llevó a seguir sus pasos y los de sus hermanos y una pasión que le ha guiado hasta hacer la reforma del entorno de La Lonja  

22/10/2022 - 

VALÈNCIA. Cuando Blanca Peñín y el resto del equipo preparaban la maqueta para conseguir la adjudicación de la reforma de la plaza del Mercat y la plaza de Brujas, la arquitecta valenciana mandó a sus tres hijos a buscar romero para hacer la figuración de las palmeras con alambre y unas ramitas de esta planta. Y el día que salió elegido ganador su proyecto, Blanca llamó a los niños y les mostró los periódicos donde salía la foto de la maqueta con las palmeras que ellos habían hecho. «Mirad, gracias a vosotros hemos ganado», les dijo. Así logró que se sintieran partícipes de su gran hito profesional, aunque uno, el pequeño, no quedó satisfecho del todo y al llegar al colegio, indignado, le explicó a su ‘seño’ que el nombre de su madre salía en las noticias y el suyo no, pese a que habían ganado gracias a él. 

Blanca Peñín, que tiene 44 años y acaba de dejar a los niños en el colegio, recuerda esta anécdota después de haber llegado a la puerta de La Lonja con un patinete blanco y, a juego, uno de esos cascos retráctiles de diseño. Y es que, el centro ya no es territorio de los coches desde que el Ayuntamiento decidiera reconquistar para el peatón más de trenta mil metros cuadrados. La espina dorsal del turismo en la ciudad de València: el eje que va desde la estación del Norte hasta las torres de Serrano.

Nos sentamos en uno de los bancos que salen de las jardineras de la plaza de Brujas. Blanca apoya el patín al lado y comienza a contar su historia, la historia de una familia, los Peñín, entregada a la arquitectura. Todo empieza con la pasión de su padre, Alberto Peñín Ibáñez, quien, pese a venir de una familia de médicos, se decantó por la arquitectura, y lo hizo con tal determinación que acabó contagiando a sus tres hijos, que decidieron seguir sus pasos: Alberto, Pablo y Blanca Peñín Llobell. Ellos son hoy los pilares de Peñín Arquitectos, aunque el maestro sigue, a sus 81 años, yendo al despacho cada día para iluminar a sus hijos con su sabiduría. «Mi abuelo y sus hermanos eran médicos. Yo no los conocí porque eran de Zamora y mi abuelo murió cuando mi padre tenía seis años. Mi tío sí que es médico. En mi casa hemos vivido todos la pasión de mi padre por la arquitectura. Todos. Mi madre no ha sido arquitecta pero como si lo fuera. Es algo que está presente en los desayunos, en los viajes y en todo lo que hacemos».

El patriarca de esta saga de arquitectos no se retira. Ha cedido la iniciativa a sus hijos, pero va a diario a trabajar, y muchos sábados y domingos aún se sigue encerrando en su despacho para hacer sus cosas. «Sigue activo. No se jubilará nunca y, como es académico de Bellas Artes, siempre está con algún informe, algún artículo… También hace lo que le da la gana, faltaría más, aunque siempre que aparece algo muy complicado acudimos a la voz de la experiencia. Pero normalmente le dejamos tranquilo e interviene hasta donde le apetece».

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Ella siguió la estela de sus hermanos. Aunque, como era la pequeña, intentaron disuadirla para que estudiara otra cosa, pero ella se negó. «¡Calla, hombre!». Y les dijo que si ellos habían podido elegir, ella también: «Me encantaba dibujar y me encantaban las Matemáticas. No se me ocurría hacer otra cosa. Al ser tantos, además de compartir nuestra pasión, te da pie a especializarte un poco, coger tu hueco, porque no podemos hacer todos lo mismo. Y más en estos años duros en los que hemos tenido que buscarnos la vida. Y creo que nos complementamos». Así que ahora son todos arquitectos y a su marido, que es ingeniero, le gastan la broma de que es “una especie protegida’’».

«El espacio público tiene que ser versátil y servir ahora y dentro de veinte años. Por eso hemos intentado hacerlo lo más diáfano y accesible a todo el mundo»

Los tres hermanos, en definitiva, se dejaron encandilar por Alberto Peñín, un padre que paseaba por la calle con sus hijos mientras les iba explicando todo lo que destacaba a su alrededor. Y lo mismo en los viajes. «Mi padre es muy didáctico y cuando íbamos a una ciudad era el típico que nos llevaba a las afueras porque quería ver una casa y, al llegar, te contaba toda la película. En su momento no te das cuenta, pero el día que te pones a estudiar resulta que sabes más que cualquiera, porque lo llevas aprendiendo desde niña».

Por eso Blanca aún recuerda un trabajo sobre el gótico civil que les encargaron en el colegio con diez años. Ella y una amiga le pidieron ayuda a su padre y Alberto Peñín se las llevó a la calle para ir explicándoles cada edificio, cada calle, cada plaza… «Y entonces, pese a que eso había estado ahí delante toda la vida, descubrías que era algo de gran valor».

Blanca Peñín estudió Arquitectura en la Escuela Técnica Superior de la Universitat Politècnica de València. Al acabar se marchó a Barcelona a hacer un máster sobre urbanismo en la Universitat Politècnica de Catalunya. Y al volver, entró en el despacho con ganas de comerse el mundo y chocó contra la crisis del ladrillo. «Fue la crisis perfecta, y me la comí entera. De mi generación hay muy pocos que vivan de la arquitectura». Su primer encargo fueron unas viviendas que nunca llegaron a construirse y la primera obra con su firma fue la plaza de Navarra, en Gandia, de donde proviene la familia. «Yo ya crecí y estudié en València pero los viernes cogían y me llevaban a Gandia. Así que me crie allí y me casé con uno de allí. Yo me siento de Gandia».

A los cuarenta años le llegó su gran reto: la reforma del entorno de La Lonja, el Mercado Central y la iglesia de los Santos Juanes. Blanca Peñín formó un equipo con Elisabet Quintana y el despacho de Julià Espinàs y Olga Tarrasó con la premisa de despejar y poner en valor el patrimonio de la ciudad. «Ahora, con La Lonja despejada, sin árboles de copa delante, ves todos los detalles y no te pasa un autobús por en medio. Es una maravilla y un lujo. Ha sido un privilegio participar en esto. Hace mucha ilusión ver que se materializan las cosas que habías imaginado. Y, sobre todo, ver que después la gente lo utiliza, aunque cuando ves muchas furgonetas da un poco de pena. Pero el espacio público tiene que ser versátil y servir ahora y dentro de veinte años. Por eso hemos intentado hacer un espacio lo más diáfano y accesible a todo el mundo, para que pueda ir cambiando con el tiempo y adaptándose».

El proceso comenzó con los arquitectos yendo a las plazas a verlas con sus ojos. Ellos observaban los flujos de la gente, cómo se mueve, dónde se hace más vida, dónde les gustaría que la gente mirara… «Aquí tenemos tres joyas y esas tres joyas había que potenciarlas de todas las maneras posibles. Era buscarle el punto de vista a cada una y preservarlo. Le hicimos una alfombra a cada uno de los tres edificios para darles su importancia. Primero vinimos aquí físicamente y, luego, con el plano, empezamos a trazar líneas hacia todos los lados. A ver, si tiras una gota de agua, dónde está el punto más alto y el más bajo. Porque, al final, el espacio público es gestionar pavimentos y gestionar agua. Ver por dónde fluye».

El equipo se instruyó y averiguó la historia de ese espacio de la ciudad. Así descubrieron, por ejemplo, que antiguamente pasaba por allí un brazo del río Turia. «Eso lo entiendes cuando ves que todas las cotas y todas las pendientes iban hacia allí. Ese fue el hilo conductor del proyecto y el motivo por el que lo llamamos Confluencia. Todas las calles confluyen en la Plaça del Mercat. Y es la ‘rigola’, la línea de agua que va recogiendo todas las aguas y los diferentes pavimentos que se van trenzando y se cogen en esta línea de agua que representa el antiguo brazo del río».

La idea era que la gente ocupara el espacio público que antes dominaba el tráfico rodado. «Queríamos unas plazas que sirvieran de nexo de unión entre Velluters y el Carmen. Hasta ahora todo el mundo huía de la plaza de Brujas. Esto era la espalda del Mercado Central, que tenía su parte de delante y su parte de detrás. Y los trapos sucios siempre están por detrás. Queríamos que todas las entradas del mercado tuvieran su placita delante y el mismo pavimento que las uniera como una alfombra compartida. Un espacio de relación delante de cada entrada al mercado. Delante era más sencillo: limpiar y ordenar los pavimentos, darles un sentido con lo de la línea del agua, poner las alfombras a cada edificio patrimonial y al final te sale una estrella donde se juntan los tres pavimentos, que es el centro neurálgico. Pero luego ibas a la plaza de Brujas y eso ya era otra historia. Había que inventarse algo porque esto nunca había sido una plaza, esto era un muñón donde acababa una calle. Había que darle forma. Ninguno de estos edificios estaban pensados para tener delante una plaza. Ese edificio de nueve plantas —dice mientras señala con la cabeza un bloque donde están las Clínicas UCV, de la Universidad Católica— no estaba pensado para tener esto delante. Yo recuerdo venir por la avenida del Oeste y ver los Santos Juanes pequeñito. Y eso no podía ser. De ahí las pérgolas y también la vegetación, que era como darle forma a ese final de la avenida y hacerlo un lugar de convivencia, de plaza. Y que nunca fuera una barrera porque iba en contra de nuestra idea de unir barrios. Cuando siempre hay gente pasando es cuando deja de dar miedo un lugar. De ahí las jardineras circulares, que no te dan una dirección sino que puedes ir pasando por todos los lados».

En la plaza Ciudad de Brujas aún quedan las furgonetas que cargan y descargan los productos del mercado. También pasa por el principio de la plaza algún autobús que da la vuelta para volver por la avenida del Oeste. Graznan unas cotorras, que nada tienen que ver con la veleta del Mercado Central que usaban como despiste esos padres que necesitaban restar una boca de sus vidas, como cuenta la leyenda. Las palmeras de esta plaza remozada siguen la trama de los pilares del mercado y dan sensación de continuidad al salir. Plantarlas ahí, con un aparcamiento de cinco plantas por debajo, no fue una tarea sencilla. «Los cuadrados que hay debajo de cada jardinera son tomos de tierra y vasos de plantación. De ahí hasta el forjado, que está entre cincuenta centímetros y un metro, depende del sitio, es todo tierra vegetal para que los árboles sean felices. No queríamos meterlos en jardineras pequeñas que limitaran su crecimiento. Las jardineras tienen tres metros de diámetro y en los puntos en los que hay cincuenta centímetros más los setenta del banco, pues ya tenemos 1,2 metros para que crezcan las raíces. Elegimos palmeras porque no queríamos generar espacios escondidos sino que apeteciera pasar de lado a lado y que te dejara ver el patrimonio. La palmera te da sensación de sombra y no tapa».

Esta urbanista valenciana cree que lo más urgente ahora mismo en esta ciudad es meterle mano a los barrios. «Está muy bien peatonalizar el centro. Era una cosa que hacía falta; era un crimen tener esos espacios así, pero necesitamos hacer barrio, crear espacios de convivencia en cada barrio, que todo el mundo tenga espacios de compra cercanos, que no tenga que coger el coche para hacer cualquier cosa. La famosa ciudad de los cinco minutos, que en cinco minutos, es un decir, tengas lo básico a tu alcance. Y hacer amable cada barrio». 

Aunque también sueña con el jardín del viejo cauce del Turia desembocando en el mar. Se reserva las ideas que tiene para ese espacio que surgirá cuando se sotierren las vías porque ahora mismo está ideando un nuevo proyecto para presentarse a concurso. «El mismo equipo que hicimos esto también le estamos dando a aquello. Hay que darle una salida a Nazaret, que ahora tiene un puerto en lo que era su playa. Cuando trabajas el urbanismo estás haciendo ciudad viendo cómo coser los barrios. Es importante la ciudad de los cinco minutos, pero también lo es que puedas coger la bici e irte a El Saler o donde sea. Y es importante facilitar la movilidad y poder disfrutar del territorio. El río tiene una asignatura pendiente en su llegada al mar. Habrá que ver cuál, pero hay que darle un final».

Su padre comentó alguna vez que uno de sus fetiches arquitectónicos es la Casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright, ubicada en Pensilvania (Estados Unidos). Su hija Blanca no tiene tan claro un edificio que le fascine, pero sí destaca que en este trabajo del entorno de La Lonja, los Santos Juanes y el Mercado Central, cumplió el sueño de trabajar al lado de Olga Tarrasó, una arquitecta catalana a la que admira profundamente. «Es una pasada. Ha hecho unos proyectos en Barcelona impresionantes —por ejemplo, el paseo marítimo de la Barceloneta o la Ronda del Mig— y me emocionó que viniera aquí a hacer el concurso. Tenerla en el día a día dibujando al lado ha sido un auténtico lujo».

Blanca dice que no es consciente de tratar a sus hijos como su padre se relacionaba con ella y sus hermanos cuando iban de turismo o simplemente dando un paseo por la calle. Pero luego se queda unos segundos pensativa y cae en que igual sí que va instruyéndoles poco a poco. «Algo haré, sí, pero no tanto como mi padre. Mi marido mete más otros intereses, como la naturaleza, los animales, que son importantes, pero sin darme cuenta yo también les cuento rollos y algo les irá quedando. Aunque espero que no sean arquitectos. «De mi generación hay muy pocos que vivan de la arquitectura. Es difícil conciliar, tener un buen salario, tener continuidad…».

Se despide y coge de nuevo el patinete. Sale rauda hacia su despacho en Ruzafa. Antes cuenta que a ella le gusta más la bicicleta, pero que, para ir con los niños, abulta mucho. Cuando sus hijos tienen entrenamiento de rugby, los lleva en coche. No le gusta cerrar ninguna puerta, aunque reconoce que València, como muchas ciudades europeas, necesitaba un centro de la ciudad más dócil con el peatón. Ella ha contribuido con sus ideas para mejorar esas plazas alrededor del Mercado Central que ahora se llenan de ciudadanos y turistas paseando libremente. Su próximo objetivo es el final del jardín del Turia, quién sabe si la gran joya de la ciudad. Pero eso todavía es un secreto.

* Este artículo salió publicado originalmente en el número 96 (octubre 2022) de la revista Plaza

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