el dedo en el ojo

De Greyland a Touristland

¿Harto de artículos que avisan del problema que genera el turismo de masas? Pues aquí va otro más

16/06/2024 - 

VALÈNCIA. Edomingo. Chequeo, casi rutinario, a la prensa. Valencia Plaza abre su edición con un artículo de Vicent Molins publicado en el número de mayo de esta revista. No lo había leído. Es fetén. Pega un repaso a cómo ha cambiado el panorama turístico en la ciudad de València, aplicable por los fondos y las formas, a decenas de ciudades en Europa. Desde el minuto uno veo reflejada la realidad. «Tras 25 años de fijación por la imagen que proyectaba ante el exterior, València ha obtenido la recompensa de su modelo». Sí, 25 años. O treinta. De aquella Valencia (en aquella época se ausentaba la tilde) que era conocida por ser fallera, festera y gris. Época de cuando los únicos turistas que venían eran los del barco fallero, que en su origen fue tren, y que acabó trayendo descendientes de valencianos en avión. El medio que ahora nos pone en alerta. Como bien se sabe, pues el aeropuerto ha duplicado su volumen en menos de siete años. El conocido como Manises, que hasta hace no mucho parecía una estación de autobuses. Literal. Tampoco es que ahora sea una joya, claro. Pero está aprovechando su capacidad. Y entre, como escribía Molins, los colegas Air y Ryan, lo estamos inflando, y un día de estos, va a reventar. Como la ciudad. 

Obviamente no se trata de criminalizar el turismo. Lo que pasa es que, desgraciadamente, ese parece nuestro único modelo. Su impacto en el PIB es elevadísimo. Cada vez, mayor. Y no hay político que se resista. Ni propietario de bajo. Hay portales inmobiliarios en cuya navegación es imposible no toparse con bajos comerciales en venta. Ese fenómeno, conviene no olvidarlo, lo abrió la izquierda para quitarse de encima las molestias que se generaban en pisos turísticos ubicados en comunidades de vecinos. Y el mercado, que no es tonto, abrió esa caja de pandora que, con la derecha gobernando, ha abierto más sus fauces en busca del maná. Al cierre de este número, València (la de la tilde, PP y Vox mediante) iba a paralizar las licencias para que el desparrame no se desborde, algo que parece haber ocurrido ya. Soluciones coyunturales, cuando hay una alarma entre los medios y la sociedad sobre algún asunto, acaba el político acudiendo a ello. Se llame moratoria o plan de choque, eufemismos que desnudan la poca visión a largo plazo de estos o aquellos. 

Más allá del problema de acceso a la vivienda que sufre con cada movimiento, turístico o no, salvar al soldado València se antoja complicado, como bien saben otras ciudades de mayor tradición turística. Pero como ahora vemos nuestro ombligo, la preocupación es obvia. De una ciudad que tardó una eternidad en proteger los elementos arquitectónicos e históricos de comercios que pasaban a convertirse en yogurterías y dispensadores de sujetadores y bragas fashion. Una ciudad que no se molestó en que sus calles se convirtieran en réplicas de otras parecidas. La famosa calle San Vicente, después San Franquicia, ha expandido su mancha por el centro histórico y el ensanche con locales sin gracia y sin sabor. Ahora ya hay hasta cafeterías, o lo que mierdas sean, con rotulación anglosajona predominante. Esa ciudad, que se desmadró a la hora de subir su ticket medio para comer cuando vinieron los amigos extranjeros de la Copa América. Y los hoteles a su abrigo, y al de la F1 de Camps y Bernie. Aquello no era más que un spoiler de lo que venía. Y los precios. Buff. 

Quienes trabajamos por el centro lo sabemos. Vaya usted a almorzar por ciertas calles. Como Juan de Austria y alrededores, sobre todo un fin de semana. La hostia es de aúpa. Boquiabierto te quedas, como cuando te sorprende escuchar palabras en castellano, o en valenciano, en la propia Juan de Austria. Y claro, los que vienen de fuera no sudan, ni dudan, en pagar nueve euros por un bocata de calamares, sin gasto ni bebida incluida. Como no pestañean en comprar pisos de noventa metros cuadrados por elevadas cantidades. Y es que la globalización y el teletrabajo atrajo a ciudadanos alemanes, franceses, italianos y norteamericanos a la ciudad, que con sus sueldos de allí, son los putos amos de aquí. 

Así que parece que vamos por el camino adecuado. Convirtiendo la ciudad gris en un paraíso para los turistas, que tontos no son por lo general. Calor, playa, buena comida, buen precio, y poca delincuencia, de momento, hacen de València destino apetecible. Aunque puede que se cansen. Puede que vean que el hermoso centro histórico ya no es un distrito, un barrio, sino un espacio que expulsa a sus habitantes, no solo por el turismo, claro. Puede que vean que la calle Colón ya es un reflejo de la Gran Vía de Madrid, donde vivir es imposible, incómodo e inviable. A lo peor, veremos una réplica de las Ramblas por alguna zona del Cap i Casal. O ya no gustan de ir a un restaurante en Madrid y encontrárselo idéntico en la Gran Vía Marqués del Turia. O hay tantos turistas en bici que no se puede ni pasar por el pulmón verde. ¡Ah! Bueno, que eso ya pasa. 

Ojalá haya mentes pensantes que se alejen del rédito electoral. Yo no tengo ni idea de cómo arreglar esto. Solo veo que pasear por el centro ya no tiene gracia alguna. Es molesto. Menos mal que me queda Monteolivete, aunque aquí ya se hable italiano, ruso y ucraniano. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 116 (junio 2024) de la revista Plaza

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