VALÈNCIA. Cenábamos en un diminuto restaurante italiano, apenas seis mesas. En los postres, justo a mi espalda, una silla cayó al suelo al levantarse alguien bruscamente y una voz de mujer exclamó: «Eres un grandísimo hijo de puta». Era una pareja con bastante diferencia de edad. Ella tendría unos treinta y tantos. Él rondaba la edad legal de jubilación. Vestían de forma muy diferente: ropa juvenil y mechones de color azul en el pelo de la chica, frente al estilo clásico del caballero. Tras el insulto lanzado con una carga letal de desprecio, como un escupitajo a la cara, ella salió del local y él, cabizbajo, se levantó a pagar.
Nuestra conversación previa, interrumpida, quedó olvidada y en cuanto ambos desaparecieron de escena intentamos adivinar qué podía haber pasado entre ellos. ¿Eran padre e hija, profesor y antigua alumna, o se habían encontrado en Tinder? ¿Era ella la novia del heredero de la empresa familiar? La cena acabó con suposiciones más tabús que el juego de mesa original con el que nos divertíamos hace años.
Imaginar la historia detrás del exabrupto desembocó en un diálogo muy interesante y entretenido al estimular esa pulsión tan humana al cotilleo y el voyerismo con la que cuenta Anatomía de una caída, una de esas películas abiertas a las interpretaciones ideales para los clubes de debate cinematográfico. ¿Mató ella al marido? A pesar de la sentencia judicial con la que finaliza el largometraje —bien largo, más de dos horas y media—, la duda persiste porque el excelente guion oculta en todo momento la caída a la que alude de forma explícita el título y muestra la otra caída, la del matrimonio, con fragmentos escogidos del día a día de una familia que salen a la luz brutal e impúdicamente durante el juicio.
Justine Triet quería hablar del fin de un matrimonio y de la duda, porque no es posible conocer la verdad de lo que sucede entre dos personas
Al dejar abierta la autopsia la posibilidad de accidente, suicidio o intervención de un tercero, la esposa se convierte en la única sospechosa, pero sin pruebas físicas definitivas, el fiscal se centra en intentar demostrar que la acusada es mala persona y peor esposa, muy capaz de asesinar al marido, aunque ni siquiera se moleste en hacer ver el siempre necesario móvil: la razón por la que lo mató en vez de divorciarse.
Aparte del arrebato homicida, no parece haber motivo. Pero ella es extranjera, fría, bisexual, infiel y una escritora reconocida, aspecto este último importante, porque el difunto quería serlo también, pero no lo conseguía. Es más, según la acusación, ella le robó una idea que acabó en uno de sus famosos libros en los que mezcla realidad y ficción. Se leen párrafos de las novelas como pruebas de culpabilidad del mismo modo que vio hacer la directora Justine Triet en juicios a escritores a los que asistió.
La película francesa, que burdamente ejecutada pudiera haber sido un telefilme de tarde de un domingo cualquiera, combina a la perfección el interés por atisbar la intimidad de una pareja, el drama familiar y la intriga de las historias de asesinatos y juicios. Con esa mezcla de géneros con gancho, la lectura feminista y la nula complacencia, consiguió la Palma de Oro en el festival de Cannes y dejó a La sociedad de la nieve de J.J. Bayona sin premio a Mejor Película Europea ni Globo de Oro a la mejor de habla no inglesa.
La directora francesa quería hablar del fin de un matrimonio y de la duda, porque no es posible conocer nunca la verdad verdadera de lo que sucede entre dos personas, ni siquiera escuchando un audio grabado a escondidas, solo una minúscula fracción de una realidad. Y por si acaso, Justine Triet recalca en cada entrevista que el guion que escribió con su pareja durante el confinamiento no está basado en ellos. Pura ficción. Con esta hay que conformarse para zambullirnos en la intimidad ajena.