Nos vamos de viaje en un autocar. Más de cuatro horas para ir de València a Madrid. Jóvenes que aprovechan descuentos de vértigo; viajeros cargados de bultos, que van al aeropuerto, y macarras de otro tiempo casi llenan el vehículo
12/10/2023 -
VALÈNCIA. La ciudad, antes de amanecer, presenta un aspecto sorprendente. València, quizá, ya no es tan noctámbula como décadas atrás, pero es increíble la cantidad de patinetes que circulan a las seis y media de la mañana de un miércoles. Como increíble es la cantidad de mujeres que, probablemente por miedo, desgraciadamente, caminan a esas horas hablando por teléfono, mientras los barrenderos adecentan la calle Alta. ¿Quién habrá despierto a esas horas para darles conversación? Mujeres que se saben de memoria el manual para intentar pasar inadvertidas ante los depredadores y que no te miran a los ojos ni se desvían de una línea recta imaginaria. Aún es de noche y la ciudad todavía no se ha despertado, aunque siempre hay excepciones: mujeres que han de limpiar las oficinas antes de que abran, trasnochadores que se repliegan o alguien que tiene que coger un autobús a las siete y media de la mañana y ha decidido acudir a la estación a través de Ciutat Vella.
La estación es un lugar horrible, un rincón consagrado al feísmo al que nadie, da igual el color del gobernante, le ha dado un mínimo cariño en décadas. La estación de autobuses es un sitio donde no apetece estar y que da hasta un poco de miedo. Son las siete y todo el mundo está en silencio, como expectante, en guardia. Todos se observan entre ellos. Se vigilan con disimulo. Unos pocos todavía duermen, pero lo hacen, a la entrada y en los bancos de dentro, con una mano enganchada a la maleta. Ahí no se fían ni los durmientes. En los laterales de la estación, dentro, hay taquillas para comprar billetes a los destinos más insospechados: de Rumanía a Irún o Navalmoral de la Mata, según informan unos carteles rudimentarios. Linebús, Eurolines, La Concepción, Herca… Muchas oficinas y muchos destinos. Una de ellas está especializada en los viajes a Rumanía, con paradas en más de cincuenta destinos.
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En una esquina, a la derecha, hay un amplio espacio dedicado a consigna, y, en el centro, hay una cafetería muy poco apetecible que tiene pinta de estar a punto de abrir, pero que ahora mismo está cerrada. Al fondo hay un acceso a los andenes. Justo ahí, una mujer encerrada en una cabina con cristales blindados —o eso parece— atiende a los viajeros que no saben de dónde sale su autobús. Al final de los muelles hay una sala de espera para valientes. Otro rincón inhóspito, con la mitad de su espacio precintado porque, se intuye, la DANA ha llegado hasta ahí dentro en forma de gotera, o eso insinúan los cubos que hay en el suelo de la zona acotada, junto a uno de esos carteles que avisan de que el piso puede resbalar.
En el andén 22 ya hay unos pocos viajeros que, a falta de veinte minutos para la salida del autobús a Madrid, están esperando. Una pareja aguarda el autocar al lado de cinco maletas, pero también van llegando otras personas con un simple trolley. El autobús aparca y la gente empieza a dejar sus bultos en el maletero para subir en busca de su asiento. La mayoría lleva el billete impreso. Una pareja de chavales, un chico y una chica, aparece con su madre. La adolescente le pide que pregunte si es ese su autobús. La mujer lo confirma y se despide de ellos con dos besos y un sentido abrazo. «Llamadme cuando lleguéis», ordena. Los dos asienten y se suben al bus.
A las siete y cuarto, la parte de atrás del vehículo ya está prácticamente llena. ¿Cómo es posible que, transcurrido casi un cuarto del siglo XXI, con sofisticados trenes de bajo coste que cruzan la meseta a toda pastilla y que te dejan en Madrid en menos de dos horas, haya gente que prefiera trasladarse en un autobús que tarda más de cuatro horas y que, según la web, no es significativamente barato?
La compañía que une València con Madrid es Avanza, que conserva los colores corporativos de la mítica Auto Res, la línea de autobuses que utilizaron miles de valencianos en los años ochenta y noventa, en una época en la que trenes como el Intercity tardaban toda una mañana o toda una tarde en llegar a Madrid, y en la que solo los ejecutivos de cuello blanco volaban en avión, cuando Iberia apenas tenía competencia. Eran los tiempos de la carretera N-III, antes de que estuviera acabada la autovía A3, por la que corrían los viejos autocares en los que aún se fumaba en la mitad de atrás del vehículo, en los que muchos se llevaban el bocadillo y donde los jóvenes viajaban con un walkman para amenizar el largo trayecto que obligaba a parar junto al pantano de Alarcón, en el Hotel Claridge.
Pero muchos pasajeros, al menos en este autobús València-Madrid de las 7.30 horas, han elegido esta opción. Cada uno por un motivo. Porque, aunque el precio oficial, el que les cuesta a los reporteros, es de 32 euros la ida, a muchos les sale más barato. Más económico incluso que el tren, un Iryo que saldrá a las 12:45 de Chamartín y llegará a València-Pintor Sorolla a las 14:30 por 26 euros. Avanza, además, ha tenido la buena idea de llevar a sus clientes a Madrid, pero también, a continuación, al aeropuerto de Barajas, y eso, para alguien que viaje muy cargado, es una solución muy práctica.
Gente de toda calaña
Son las siete y media y aún sigue subiendo gente al autobús. La temperatura es agradable. Se está fresco, pero sin esa sensación de ir dentro de una cámara de congelados, como ocurre en los cines o algunos comercios. Por las butacas ha ido sentándose gente de toda calaña. Mujeres con yihab, niños que se descalzan nada más caer en el asiento, chicas risueñas que viajan en grupo y tipos malencarados que contestan al «buenos días» del vecino recién llegado con un leve movimiento de la cabeza y sin dignarse a mirarle a la cara. Uno de estos comienza a dar gritos un minuto después. «¿Va o qué? Venga, hombre, que ya es la hora. Joder con el puto autobús…». Algunos, antes incluso de partir, ya duermen. Pasajeros que duermen como se duerme en los viajes, con el cuello dislocado.
Lo primero que hacen las cuatro veinteañeras que viajan juntas es encender la pantalla que hay en el respaldo de delante, una pequeña pantalla de diez pulgadas en la que encuentran cine y entretenimiento. El reloj digital que hay delante, encima del conductor, va dos minutos retrasado. A las 7:33 sube el último pasajero, un chico con una camiseta negra de tirantes, unas botas tipo Dr. Martens y un collar de perlas descaradamente falsas. El malhumorado vuelve a gritar: «¿A qué espera, a que venga el avión o qué, capullo?». Es curioso que haya gente que insulte a grito pelado sin perder el tratamiento de usted al insultado. Dos de las chicas se sorprenden al escucharlo, les entra la risa y se esconden tras el respaldo para que no les vea el malote.
A las 7:40 arranca el autobús, mientras termina de sentarse un hombre con rasgos árabes, su mujer, que lleva las manos decoradas con jena, y cuatro niños. El cielo ya clarea, aunque siguen encendidos los focos que hay bajo la visera que cubre los andenes. Ya es de día cuando el autobús sale de la estación y enfila hacia Madrid por la orilla del viejo cauce. Los viajeros observan la oferta de entretenimiento que incluye, bajo el epígrafe Novedades de cine, títulos tan poco novedosos como Dumbo, el West Side Story moderno o Piratas del Caribe. También hay música, audiolibros, ebooks, juegos… ¡y hasta prensa!
Casi todo el mundo va en silencio. A la altura de El Rebollar, llegando al aeródromo de Requena, hay algo de niebla, aunque la visibilidad en la carretera es buena y el conductor no aminora la marcha. Va con retraso, pero en ningún momento da sensación de imprudencia. Al lado del aeródromo se recorta la figura del toro de Osborne, un astado negro azabache que ha resistido ahí erguido desde los tiempos del Auto Res y la N-III, flanqueada por los viejos bares de carretera.
El teléfono me avisa de la muerte de María Jiménez y decido rendirle homenaje escuchando el soberbio disco que grabó cantando por Sabina. En ese momento, se levanta el chico de las perlas, avanza hasta mitad del pasillo y baja por la escalerilla que hay para salir por la puerta de en medio para entrar en un minúsculo cuarto de baño. Antes de una hora y media, el autobús ya corre por encima del pantano de Contreras, en las hoces del Cabriel.
Entre el leve retraso en la salida, la parada del Área 175 y el desvío a Tarancón, el autobús llega a las doce pasadas a Madrid
A las 9:35 horas, el vehículo sale de la autovía y toma el desvío que lleva hasta una estación de servicio en la que un cartel gigante anuncia su nombre: Área 175. Tripadvisor lo puntúa con un 3,5 (sobre cinco). Una valoración muy generosa, viendo los bocadillos envueltos en papel film. Los clientes se decantan por los productos empaquetados: dónuts, snacks, chocolatinas, Miguelitos de la Roda… El aparcamiento es amplio. Está pensado para los autobuses y los camiones. Ahí se produce un cambio. Una conductora que venía en el autobús procedente de Madrid se pone al volante de nuestro autobús, y el de València ocupa su sitio para pilotar uno que se dirige a Cullera y Gandia.
Más barato para los jóvenes
Durante esos veinte minutos para estirar las piernas y aliviar la vejiga, Elena, una chica que viste una camiseta rosa sin mangas, que deja ver los tatuajes variopintos que lleva en el brazo, cuenta que ella, en realidad, no va a Madrid, sino a Aranda de Duero, al sur de la provincia de Burgos, y que en los viajes se estresa mucho. «Aquí todo se hace con más calma que en otros transportes y, encima, como tengo el Carnet Joven, me cuesta seis euros. En Madrid tengo más tiempo para el transbordo, porque allí mismo cojo el autobús para Aranda por un euro más. Y, claro, por eso renta. En Blablacar me sale por unos 34 euros hasta Aranda».
Las cuatro chicas, vestidas casi idénticas, con camisetas blancas y unas botitas Converse blancas, explican que ellas no van a Madrid, que su destino está en Tarancón y que, desde València, ese autobús es la única opción para viajar hasta este pueblo de Cuenca. Es la primera noticia de que va a parar allí. En la página web no lo advierte. O, al menos, no de forma llamativa. Empezamos a sospechar que, entre el leve retraso en la salida, la parada reglamentaria en el Área 175, y el desvío a Tarancón, va a ser imposible que llegue a las 11:35 que, según la web, es la 'hora aproximada de llegada'.
El chico de las perlas se quita los auriculares, dice que se llama Carlos y explica que, a su edad —unos veinte años—, la prioridad no son las prisas, sino el precio del billete, y que este año, gracias a una promoción del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana llamada Verano Joven, los españoles de dieciocho a treinta años han disfrutado, del 15 de junio al 15 de septiembre, de descuentos en transporte público de hasta el 90%. «El tiempo que dura el viaje no me importa y tampoco me molesta madrugar. Gracias a Verano Joven el billete me cuesta 3,14 o 4,14 euros, no recuerdo bien. Y así, claro, he ido más veces a Madrid este verano que en toda mi vida».
El autobús reanuda la marcha a las 10:07 y se adentra de nuevo en la autovía que avanza hacia Madrid entre campos de trigo y girasoles. A las 11 hace la parada en Tarancón que habían anunciado las jóvenes. Además de ellas, se apean también los dos adolescentes que se habían despedido de su madre con un tierno abrazo y que se quedan en el aparcamiento esperando a que alguien acuda a por ellos. En cinco minutos vuelve a arrancar y da la vuelta en una rotonda, desde la que se ve el cartel de un bar que se llama Miss Sushi, pero que, en otro cartel, anuncia que vende bocadillos (¿?). Un par de rotondas más y entramos de nuevo en la A3, la Autovía del Este, que, técnicamente, une Vallecas con la avenida del Cid.
El protestón duerme tan ricamente oculto tras una de esas gafas psicodélicas de plástico y cristales de espejo que la gente usa para hacer deporte. ¿No se podrá hacer deporte con unas Rayban Wayfarer? Al menos está callado y ha tenido la delicadeza de quitarse las New Balance para subir los pies al asiento contiguo. Pero en cuanto el Irizar i6 se adentra en Madrid, el hombre se calza y sale a toda prisa para colocarse el primero en la escalerilla del medio. Allí se sienta hasta que el autobús entra en la estación de Méndez Álvaro. Entonces se impacienta porque la conductora no abre la puerta. Así que se pone a dar voces otra vez. Son las doce pasadas y parece tener mucha prisa.
Entran ganas de decirle que, si tenía tanta prisa, que hubiera cogido el AVE. Como comprobamos media hora después (el tiempo que pasa desde que bajamos del autobús, cogemos un taxi y subimos al tren en Chamartín), es mucho más rápido y, pese a que para en Requena, cubre el trayecto Madrid-València en menos de dos horas, menos de la mitad de lo que le ha costado al autocar de Avanza hacer el recorrido inverso. Pero el tren ya va lanzado, a 300 km/h, entre campos llenos de flores amarillas, y los cómodos asientos de cuero invitan a pegar una cabezada antes de acabar este viaje bumerán. Ida y vuelta a Madrid en siete horas y tres vehículos diferentes.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 108 (octubre 2023) de la revista Plaza
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