José Teruel, un pionero del hockey en València, sigue como entrenador cumplidos los 83 años
20/12/2023 -
VALÈNCIA. José Teruel pide que la entrevista sea en el polideportivo de La Torre. Pero, después de diez minutos dando tumbos por el barrio, es imposible dar con él. El hombre da varias indicaciones para llegar hasta donde está esperando, en una zona donde todas las calles tienen nombre de castillo. Allí descubrimos que lo que él llama polideportivo es una cancha multifuncional, rodeada por una valla, donde unos pocos chavales echan un partidillo con un balón viejo. Fuera hay un par de mesas de ping-pong que nadie usa y, por los alrededores, van pasando personas que están paseando a sus perros. El otoño ha apagado unos olmos de Siberia. Cae el sol por detrás del parque y, aunque hace buena tarde y el cielo parece incendiado, la humedad empieza a colarse por los huesos.
El hombre lleva una antigua chaqueta de chándal arremangada. José Teruel, que fue patinador de joven, ya tiene 83 años, pero los lleva bien y, un par de días a la semana, aún hace de entrenador con un equipo de niños en Sedaví. Tato, como lo conoce todo el mundo, es un hombre vital, muy jovial y extraordinariamente atento. Un señor de 83 años que no ha perdido el buen humor. Dice que ahora le cuesta ponerse los patines, porque tiene las piernas con algo de quincalla. Una prótesis en una rodilla y varios clavos en la tibia y el peroné. Además se está recuperando de una rotura en el cuádriceps, pero Tato no es uno de esos hombres que a la mínima se arrugue y se encierre en casa a ver concursos en la televisión. Su vida aún tiene un propósito: formar a los niños para que no se pierda la afición por el hockey en València.
Luego, cuando nos despidamos, Tato proclamará que él es «fill de barraca». No había hablado valenciano en toda la tarde pero, en el último momento, se pasa a la lengua vernácula para explicar que su padre tenía en Favara una de esas típicas construcciones valencianas: la barraca de la Tía Marina. Hasta entonces se ha expresado en castellano. Desde el primer momento, cuando ha empezado a lamentarse porque ya no puede patinar.
Tato nació en Alfafar pero, muy pronto, sus padres se fueron a vivir a la antigua carretera de Barcelona, al final de la calle Sagunto. «Ahí había un molino de arroz y, en la única finca alta que existía entonces, teníamos una tintorería, la Tintorería París». Muy cerca de allí estaba el colegio Salesianos, donde el chaval estudiaba y donde se aficionó a los patines. Primero lo intentó con el patinaje artístico, pero no prosperó y por eso se pasó al hockey sobre patines y al patinaje de velocidad. Entonces, en los años cincuenta, el hockey no era un deporte tan residual como ahora. Había una afición notable. La selección española era de las mejores del mundo, en una época en la que los éxitos patrios eran mucho más escasos que ahora. Por eso, el hockey tenía una legión de seguidores y se practicaba en el patio de muchos colegios de la ciudad. «El problema es que se ha ido matando el semillero de patinadores, que son los colegios. Porque, hace años, veías que se practicaba en El Pilar, Salesianos, Maristas, Escuelas Pías, Dominicos… Y ahora prácticamente ha desaparecido».
Ya queda poco de aquellos pioneros. Los supervivientes, todos mayores de ochenta años, se reúnen el último viernes de cada mes a comer en un bar del centro de València. Allí recuerdan los años de gloria y cuentan batallitas que levantan el ánimo. Tato es de los más jóvenes. Poco a poco, así es la ley de la vida, van pediendo compañeros. «Cada año, cae alguna hoja del árbol», advierte Tato en tono poético.
No hace mucho, Palanca, un compañero de 87 años, se subió a un patinete, se cayó, se dio en un canto y, después de quince días en coma, se murió. Todos lloraron su pérdida, pero intentan mantener el buen humor y, cada viernes, cuando se reencuentran, el más bromista siempre pregunta: «¿Seguimos estando los once?». Tato cuenta que es el único que sigue ligado al deporte. «Yo voy a la cola de todos los que están ahí, que son más mayores que yo. Pero soy el único que sigue llevando hockey en València». Todos ellos son historia.
A Tato le gusta recordar los buenos tiempos, más que los presentes, llenos de zancadillas y poco empeño por elevar su deporte. Viaja en el tiempo y vuelve a ser un niño. Aquel alumno que se enganchó al patinaje en Salesianos. «Entonces patinaba en las pistas que había por València, como la que había en la calle de la Beneficencia, el Patín Parc, la terraza Lauria, en la calle Colón, lo que ahora es Cortefiel. Allí dentro, que era donde estaban los Jesuitas, había una pista, y ahí pasé trece años, los mejores trece años».
De Salesianos fueron a buscarle de equipos de cierta alcurnia. El primer club que le colgó una camiseta de competición fue el Paterna. Luego vinieron muchos más. «Más adelante, formé el Atléticos Salesianos y el Boscos. Con aquel equipo quedamos campeones autonómicos. Yo era entrenador y jugador. Luego, ya he pasado por muchos sitios. Por eso no entiendo que no se aproveche la experiencia de los veteranos». La lista es larga: Algemesí, Alzira, Valencia CF, Levante UD, Isman Iberica, Inelec…
El patinaje también le permitió conocer a su mujer, Francisca Mahiques, que falleció hace nueve años. Ella hacía patinaje de velocidad. «Íbamos los dos a los campeonatos de España. Un año, no sé si fue en 1961 o 1962, en Tarragona, en la Universidad Laboral, mi mujer quedó campeona de España y yo también. Mi mujer hizo un equipo en Paiporta y ella llevaba la sección de patinaje de velocidad y yo, el de hockey patines. Luego nos pasamos a Picanya, Benaguacil… Y al final me buscaron de Sedaví, que es donde estoy ahora».
A su mujer la conoció patinando en la terraza Lauria. En aquella época solo salían patinadoras de Cataluña, Madrid y Navarra, según cuenta Tato, y la indiscutible reina de la modalidad era Pepita Cuevas, que se convirtió en la primera mujer española que logró ser campeona del mundo en una modalidad deportiva. Cuevas logró, en el Mundial de Barcelona (1967) conquistar las tres medallas de oro en las tres únicas distancias en las que se competía en solitario: 500, 3.000 y 5.000 metros. Al año siguiente, repitió el éxito en los 3.000 metros en el Mundial que se celebró en Italia.
Tato es un hombre muy lúcido. Tiene buena memoria y recuerda algunos episodios como si hubieran sucedido ayer mismo. Pero es algo caótico en su relato. El hombre da grandes saltos de una historia a otra y da por hecho que todos saben de qué habla, cuando empieza a contar algo nuevo. Avanza la tarde y un par de jóvenes se han puesto a jugar al ping-pong. Pasa gente de todo tipo y procedencia. Él no se sorprende por nada.
A este octogenario con alma de joven le gusta rememorar aquel Mundial de patinaje de velocidad que disputó en Mar de Plata (Argentina), en 1966, con la selección española. El viaje fue una verdadera odisea. Varios días saltando de país en país, de continente en continente. «Entonces, los viajes se hacían en unos aviones muy rudimentarios. Salí de València y me fui a Madrid, donde me reuní con el resto de patinadores de la selección. Allí pasamos la noche y, a la mañana siguiente, fuimos a Zúrich con Iberia. Allí comimos y a la noche volamos a Dakar (Senegal). El avión tenía que repostar y de allí, al día siguiente, cambiamos de compañía, Lufthansa, y volamos a Brasil y dormimos en un hotel en Copacabana, en Río de Janeiro. De ahí cogimos un cachirulo, un avión de hélices que parecía que fuera a caerse en cualquier momento, y volamos hasta el aeropuerto Carrasco (Montevideo, Uruguay). De ahí a Buenos Aires, donde nos esperaba un autocar con deportistas americanos que también iban a Mar de Plata, porque aún nos quedaban 400 kilómetros por carretera. Cuando volví, en 2005, volé directamente de Madrid a Buenos Aires. Todo ha cambiado».
De Mar de Plata volvió con una medalla de bronce de la prueba por relevos, a la americana, un quinto puesto individual y una misteriosa carta lacrada que le dieron unos alemanes para que se la entregara en mano a José Domingo Perón, el expresidente de Argentina, que vivía exiliado en España, en la urbanización madrileña de Puerta de Hierro. «Me la pidieron varias veces, pero me negué a dársela a otro que no fuera a él mismo en mano. Nunca supe qué contenía ese sobre».
Agradecimiento a Puig y a Arnau
No se percibe vanidad en los recuerdos de Tato. Sí un punto de orgullo, Y agradecimiento a aquellos que le ayudaron en su carrera como patinador, ya fuera con stick o sin él.
Uno de ellos fue Luis Puig, el dirigente del deporte más importante que ha salido de la Comunitat Valenciana. Este valenciano dirigió varias federaciones y llegó a ser el presidente de la Unión Ciclista Internacional (UCI). Puig también lideró la Federación Española de Patinaje, entre 1968 y 1972. Un día se encontró con Tato y le preguntó: «Teruel, ¿cómo se llamaban esos patines que has visto por ahí?». Tato ya había ido a algún campeonato de España de velocidad con sus toscas botas de hockey —«llevabas tres kilos en cada pie», recuerda— y los rivales, que iban volando, siempre le acababan doblando. «Me empecé a fijar y vi que llevaban unos patines alemanes o italianos, según la marca. Y yo llevaba una porquería en los pies. Al cabo de un mes, Luis Puig me pidió que me pasara por la tienda. Fui y vi unos patines de aluminio de la marca Star, italiana, que casi me desmayo. Inmediatamente, le dije que no podía pagar esos patines. Pero Puig me tranquilizó: me dijo que no tenía que pagar nada, que lo único que tenía que hacer era que no me doblaran en el siguiente campeonato. Y luego, me pidió, a cambio, que compitiera con una camiseta donde pusiera Deportes Puig (la tienda que tenía el presidente en la calle Comedias)».
Tato viajó, emocionado, a su siguiente campeonato de España, que era en el polideportivo de L’Hospitalet de Llobregat. El valenciano salió en la pista del polideportivo con su camiseta de Deportes Puig y sus flamantes patines italianos. «No tuve rival; gané las tres pruebas que se celebraron. Cuando regresé, le dije a Luis Puig que la camiseta me había dado mucha suerte, pero que los patines, ni te cuento… Se alegró mucho y, tiempo después, salió el reportaje en el NO-DO, así que pude corresponderle con la publicidad que le hice a su tienda».
También entabló amistad con Pipo Arnau, otro personaje clave en el desarrollo del deporte en la ciudad de València —él fue uno de los fundadores y el principal promotor del Valencia Basket—, que también tenía una tienda de deportes con su apellido. Un año dejaron la planta baja que tenían en la calle Alicante y se mudaron a otra que tenían al lado. «Entonces Pipo me llamó y me pidió que me pasara por la vieja tienda, y me dijo que podía coger todo lo que encontrara: patines, sticks, rodilleras o lo que fuera. A mí se me iluminó la cara, me fui para allá y me llevé dos bolsas de basura de estas grandes llenas de material. Tampoco me quiso cobrar nada».
Nunca fue un hombre al que le sobrara el dinero. Los patines nunca le dieron para vivir. Sus padres tenían la tintorería París, donde él empezó a trabajar. Luego, cuando fallecieron, sus dos hermanos mayores propusieron hacer un taller de reparación de coches, porque el primero había estado en la casa Seat. «Funcionó un par de años, pero entonces, ya con los treinta cumplidos, un señor que tenía una tintorería en Joaquín Costa me preguntó si quería trabajar para él. Era la Tintorería Angra, en la esquina con Reina Doña Germana, y allí estuve 33 años. El bajo ahora es un café. Y enfrente está Vicente Craven, que es de billetes, monedas y cosas de estas. Iba mucho a verle, porque soy muy aficionado a la numismática. Tengo ocho álbumes en billetes de todos los países del mundo. Y monedas tengo muchas, pero ya las he dejado. Mi padre tenía los billetes de la República, que ya no valían nada, y nos los daba para jugar. Luego me los guardé y con el tiempo tuvieron más valor. Iba a la Lonja y compraba monedas y billetes».
La pasión por los patines
Fruto de su matrimonio nació Pepi, su única hija. Los padres le transmitieron la pasión por los patines y aquella niña se decantó, como su madre, por la velocidad. «Recuerdo que una vez ganó una medalla en un trofeo nacional. Eran los tiempos de Paco Gandia y el concejal era Vicente González Lizondo, que dijo que quería los patines en la puerta del Ayuntamiento. Se hizo una prueba de carácter nacional y mi hija quedó tercera. En casa hemos llevado el deporte hasta la médula».
Por eso le escuece especialmente que se pierda la promoción del hockey patines. Él empuja desde Sedaví, donde dirige un equipo de niños y presume de que van segundos en una liga autonómica. Tato patinó mientras pudo, mientras las piernas aguantaron. Una de sus última competiciones, ya de mayor, fue un maratón. «Estuve patinando hasta hace cuatro años. Con casi con ochenta años aún competía. La última carrera fue en la Maratón Roller Ciutat de Gandia, en categoría master. Un alumno mío, que tiene 74 años, quedó primero y yo, segundo. Ahora, con las dos rodillas mal, no puedo seguir. Pero en Gandia íbamos con material antiguo, con patines de cuatro ruedas, y los demás iban todos con patines en línea, mucho más rápidos».
Tato cree que la fórmula para llegar tan lozano a los 83 años incluye dos variables: una es el deporte; la otra, huir de los excesos. «Yo siempre me he cuidado mucho. Nunca he fumado. Solo he bebido esporádicamente, cuando ya había dejado el deporte más en serio. Me tomo de vez en cuando un carajillo o un whisky mezcladito. Pero lo que me gusta es, después de almorzar, tomarme un cremaet. Y en verano, una cervecita».
Ya casi es de noche en el parque de La Torre. Empieza a hacer frío y Tato dice que ya es hora de irse a casa. Por el camino sigue atropellándose en su afán por contar una anécdota más. De repente se detiene en una esquina y se pone a hablar un rato más. Se ve que es un hombre satisfecho con la vida que ha llevado y solo hay un asunto que le corroe por dentro. «Mi pena es que se pueda perder la afición al hockey en Valencia. Y queda muy poco…».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 110 (diciembre 2023) de la revista Plaza
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