El veterano escritor, detentor de multitud de premios y reconocimientos, nos recibe en su casa de La Drova (Barx- Gandia) para hablar de toda una vida marcada por el aliento poético y el irrenunciable compromiso con el valenciano
VALÈNCIA. De un tiempo a esta parte se le acumulan los reconocimientos. Él lo vive con agradecimiento y naturalidad, pero también desde la distancia que impone vivir alejado de la gran ciudad. Y no es de ahora, sino de siempre. Todo lo que rodea a Josep Piera (Beniopa, Gandia, 1947) exuda esa calma, esa paz de espíritu y esa clarividencia que solo se obtienen cuando nos alejamos lo suficiente como para observar las cosas con la ecuanimidad justa. A 380 metros sobre el nivel del mar, con el macizo del Mondúver asomando su imponente ladera pero también a solo diez minutos en coche de la capital de La Safor. Ahí se encuentra la casa en la que el poeta, escritor y traductor valenciano lleva más de cuarenta años viviendo y trabajando. En el valle de La Drova, una pedanía de Barx, en la que impera el silencio más absoluto. Tan solo un centenar de pequeñas edificaciones, casi todas de dos pisos, ya sea en forma de chalet o de casa de campo, motean ambos costados de una carretera en la que es más fácil toparte con ciclistas en pleno ascenso que con vehículos a motor.
Son poco más de 500 los habitantes censados en La Drova, muchos de ellos extranjeros, de origen británico, francés o alemán. En la buhardilla de la casa que comparte junto a su mujer, Marifé Arroyo —la mestra a la que se refería el grupo Zoo en la canción del mismo nombre, publicada en 2017—, a la que se accede por una estrecha escalera de caracol, es donde Josep tiene montado su despacho: un santuario, casi un universo en sí mismo, repleto de libros, discos, papeles, documentos, carteles, fotografías. Es su lugar en el mundo, y nunca ha querido que fuera ningún otro. «Aquí subíamos en verano cuando era pequeño, desde Beniopa, es el lugar de mi infancia, pero es en 1970 cuando mi mujer escoge plaza como profesora en Barx y decidimos quedarnos: yo sentía predilección por estar aquí solo, junto a la chimenea, al principio estuvimos en la casita de mis padres un año y luego, unos amigos nos hicieron esta casa, la mitad de lo que es ahora», cuenta acerca de su decisión de instalarse en este escarpado paraje de La Safor. «Parecía algo hippioso al principio, cuando llegamos, pero tenemos Gandia a diez kilómetros, y además ahora, con el ordenador y todas las pantallas, no hay distancia: tenemos un nivel de vida que no podríamos tener en la ciudad y libertad de tiempo, pero es cierto que has de construirte una mentalidad especial», confiesa.
Piera es uno de los nombres más ilustres de la literatura en valenciano, pese a que su nombre quizá no sea tan mediático como el de otros compañeros de generación.Y su nombre resuena con especial eco en los últimos años por el reguero de reconocimientos que ha ido acumulando:premio Lletraferit en 2019, premio Plaza del Libro 2022, premio de la Fira del Llibre de València 2023 por su obra en valenciano y premio de Honor de las Letras Catalanas 2023.
«¿Cómo una máquina programada por determinados humanos va a pensar mejor que un humano que sabe pensar?»
Todos se suman a los ya obtenidos en el pasado (Andròmina, Joanot Martorell, Creu de Sant Jordi), conformando lo que él mismo califica como un auténtico «alud» del que se siente, como es lógico, contento y orgulloso, pero no por engordar su ego, sino por el hecho de compartir su trabajo con quienes, al fin y al cabo, han de valorarlo: los lectores. «De joven los premios son un estímulo, porque que te generan una ganancia económica o de prestigio, pero con el paso de los años ya son de trayectoria, cuando te haces viejo, por decirlo claro, y durante el último año y pico todo esto me ha puesto muy contento porque la gente está contenta, y a mí me gusta compartir: prefiero compartir que competir», afirma.
No hay cinismo alguno en sus palabras. Tampoco falsa modestia. Ni fatua vanidad. Solo la naturalidad de quien estudió Magisterio e incluso se sacó la plaza de profesor, pero siempre tuvo claro, al menos desde los trece o catorce años, que su vocación era ser poeta. Un poeta que luego se adentró en la novela, el relato corto, la traducción o el ensayo. Un humanista de los que ya apenas tienen relevo. «Procuro no creerme lo de los premios más de la cuenta, aunque bienvenidos sean, sería cínico negar que agradan cuando se otorgan por la obra hecha, pero no me gustan las medallas porque, en realidad, yo no soy mejor que tú ni que nadie: se escribe para compartir, con la gente que te comprende y que comprendes, y en ese sentido yo me siento rico espiritualmente, que no materialmente», me dice para explicar que le gustaría poder montar una Fundación, así como ya donó todo su fondo literario y documental a la ciudad de Gandia a finales de 2022, para una biblioteca que llevará su nombre. En nuestra conversación, remata su argumentario con una cita de Aristóteles que aparece justo al principio de su último libro, recientemente publicado, el delicioso acopio de memorias Canvi de rumb. Els fantàstics setanta, 1975-1979 (Alfons el Magnànim, 2023), que es continuación del que publicó sobre los cinco años anteriores, en 2020 (Els fantàstics setanta 1969-1974): «A los viejos les gusta recordar porque les provoca placer evocarlo; al fin y al cabo, es más bonito saber mirar atrás y ver la parte positiva que la negativa cuando te haces mayor; es lo que queda, el recuerdo de lo vivido», dice.
No corrían tiempos óptimos para el valenciano cuando Josep Piera comenzó a escribir. Habían muchísimas cosas por hacer. España salía del pozo del franquismo y las lenguas mal llamadas «periféricas» necesitaban recobrar su fulgor, enfilar el camino de la normalización. En ese sentido, el de Beniopa no ha sido solamente uno de los poetas y ensayistas valencianos indispensables de las últimas décadas: fue también pionero a la hora de volver a utilizar el valenciano como herramienta creativa y esencialmente artística. «Quería ser poeta y escritor desde niño, aunque me hubiera gustado ser músico, pero eso era más difícil: al fin y al cabo, la poesía es palabra hecha música, y yo empecé en castellano y en francés, en parte porque la chanson francesa estaba de moda, era muy melódica, y nadie nos había enseñado que en valenciano también podíamos hacer un trabajo artístico», arguye.
«Siempre me ha movido la libertad de pensar o de actuar, sin hacer daño a nadie»
La suya fue siempre una apuesta por un registro que no fuera «ni arcaizante ni tampoco vulgar, con castellanismos que no hacían falta». Una apuesta por una lengua que «tenía que sonar viva», y no solamente como un habla «de trabajo». Por eso nunca se ha identificado con el estándar de los medios de comunicación, «léxicamente correcto, pero oralmente artificioso, pedagógicamente correcto, pero hiriente a mis oídos», tal y como lo califica. Él es de la opinión de que «una lengua es una manera de ver la vida», pero entiende la estandarización porque asume que no se siente representativo de «la mayoría social que ve la televisión».
Cundía en aquellos años setenta la necesidad de dignificar culturalmente una lengua minorizada y relegada al uso oral. «Yo tomé la decisión de escribir en valenciano porque una lengua literaria debe ser algo más que solo hablarla, y reconozco que en parte me salvé del mal rollo de la transición, de todas aquellas polémicas de la llamada Batalla de València, estando aquí en La Drova: intervine, pero no caí en algunas trampas, aunque es verdad que de la euforia inicial a la crisis posterior, se produjo un altibajo y un cambio de perspectiva». Se refiere a toda la gente que se adaptó a los nuevos tiempos, de una forma o de otra: «Muchos se aclimataron al nuevo ambiente, cambiando de chaqueta o dedicándose a la política, pero yo solo quería ser freelance, colaborar con todo el mundo, pero solo en lo que a mí me guste, no en lo que se me mande», asume. Mucho tiempo ha pasado ya desde aquella época de utopías juveniles, que él mismo asumió y aún reconoce como propias.
Es evidente que el valenciano ha ampliado su radio de acción desde mediados de los años setenta. Su uso ha aumentado exponencialmente. ¿Lo suficiente? «Ha ganado nuevos espacios y ha perdido otros; el habla de ahora no es el de mis padres o abuelos». Así que se muestra solo medianamente optimista, pero más por razones amplias que estrictamente valencianas: «Se escribe y se lee más y mejor que nunca desde un punto de vista estrictamente literario, pero de cara al futuro, todo son dudas, porque las máquinas están pervirtiendo cómo escribimos, en el sentido de que ya no importan las faltas de ortografía ni la transcripción acelerada del pensamiento a la palabra escrita, que es lo que hacemos a diario». En su opinión, la evolución de la lengua, de cualquier lengua, es impredecible: «Podría desaparecer en cualquier momento, porque las contaminaciones lingüísticas entre las lenguas de poder son enormes. ¿Quién iba a decirles a los franceses en el siglo XIX que su lengua, que era la de la cultura internacional, vería su uso reducido a Francia? ¿Quién iba a decirles a los ingleses del siglo XVII que su lengua sería universal cuando entonces solo la hablaban en Inglaterra? ¿Quién les iba a decir a los rusos cómo iba a estar hoy su lengua cuando hace menos de un siglo la querían convertir en la koiné de su propio imperio? ¡Todo eso lo hemos visto!», exclama.
El problema, en cualquier caso, va mucho más allá. «¿Qué papel ocupa hoy la literatura desde el punto de vista social y cultural? La vulgaridad se ha instalado de una forma pasmosa, y lo de la Inteligencia Artificial, que yo la llamo Inteligencia Maquinal, puede ser de una perversidad brutal, porque ¿cómo una máquina programada por determinados humanos va a pensar mejor que un humano que sabe pensar? Aunque no todos saben, eso también», razona.
La obra del escritor de La Safor es hija inequívoca del paisaje de las comarcas centrales valencianas, esa Diània a la que Zoo (sí, de nuevo vez ellos) dedicaron otra canción hace un par de años, demarcaciones partidas por una división provincial (al norte, Gandia, Xàtiva u Ontinyent; al sur, Alcoi, Dénia o Cocentaina) que no puede romper una identidad común. «Son las comarcas que más han trabajado vitalmente la lengua a lo largo de la historia, con unos recursos de elegancia y naturalidad, de paisajes distintos, como el mar y la montaña, que le dan fuerza a su expresión lingüística», afirma. Una tierra que ha forjado, también para Piera, una identidad muy marcada. «Es el comercio, la industria, la huerta, la mirada abierta al infinito que es el mar y su visión europeísta, y la de los valles en el interior: una visión no única, pero sí plural, marcada por todas las grandes exportaciones de juguete, naranja, arroz, pasas… y la convivencia con los extranjeros por el turismo», razona. No atribuye a la ausencia de infraestructuras y comunicaciones ese carácter, sino a algo mucho más ancestral: «Esta tierra fue repoblada con gente de fuera, pero con una koiné lingüística, un occitano-catalán a la valenciana, que le ha dado una personalidad especial, y no somos nada provincianos, de hecho rompemos provincias y no hablamos nunca de terruño: yo creo que viene desde las alquerías romanas y musulmanas, y de la posterior repoblación mallorquina y catalana tras la expulsión de los moriscos», remata.
Para terminar, una última consideración acerca del lenguaje de la actual clase política, especialmente aquella que clama por soluciones maximalistas: «En la extrema derecha hay cinismo puro, y en la izquierda hay beatería: se está usando el lenguaje de forma tan perversa que cuando a uno le dicen “facha” o “nazi”, y el otro le responde “comunista” o “estalinista”, no se dan cuenta de lo brutales que fueron esos regímenes, el fascismo nazi y el comunismo estalinista, y lo pagarán». Considera que la extrema derecha «no sabe lo que quiere decir libertad», y se lamenta de que una parte de la izquierda haya pasado «del prohibido prohibir al todo prohibido, como si eso fuera una solución». Al fin y al cabo, «la libertad de pensar o de actuar, sin hacer daño a nadie» es lo que siempre le ha movido. Por eso, cree que ese uso del lenguaje es triste y aleja al ciudadano de quienes deberían representarle. «Es una perversión democrática», resume.
Lo primero que le pregunto a Josep Piera cuando empezamos a hablar es si ha visto cumplido su sueño de adolescencia: vivir de la poesía y la escritura. Y si la soledad de quien se dedica a las letras desde su propio despacho, ubicado siempre en una localidad tan teóricamente alejada de todo, compensa. Me contesta que sí. Sin duda. «Un periodista, por el contrario, necesita estar cerca de los otros, porque las relaciones humanas son importantísimas, pero yo estoy muy contento de haber podido hacer lo que me gusta, y cuando uno lo hace, la soledad está acompañada, el trabajo no cansa y tú te impones los horarios y los estímulos», cuenta. A diferencia de quienes siempre tuvieron la escritura como una actividad paralela a una ocupación principal, Josep Piera no ha tenido que «comprar tiempo para escribir». Se siente muy afortunado: «A mí el tiempo se me regala, y aquí tengo un paisaje de palabras».
Autor de más de cuarenta obras entre novela, relatos, libros infantiles, ensayos, dietarios, memorias y biografías, si algo ha presidido su carrera ha sido siempre el talante poético, que se ha extendido a todos los demás géneros: «Me siento poeta por la forma de interpretar la realidad y la vida, y por la forma de tratar el lenguaje», esgrime. Considera que «el lenguaje narrativo no es igual que el poético, pero yo escribo en prosa de poeta». Y que su escritura siempre ha atendido a «la captación e intensidad de momentos, de fragmentos, más que al relato en sí, que es algo a lo que le fui dedicando luego más tiempo: yo diferenciaría entre el contar y el cantar». La síntesis y la depuración de estilo son sinónimos de madurez, en su caso: «Mi forma de adjetivar está forjada en la sugerencia, para mí el uso del sustantivo y del adjetivo es muy importante: lo que puedas decir en una palabra, no lo digas en dos, haz que el lenguaje esté vivo, pero cargado de sentido», explica.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 105 (julio 2023) de la revista Plaza
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