VALÈNCIA. La Pilareta tiene exactamente 105 años. Ha pasado por las manos de distintas generaciones de hosteleros sin vínculo familiar compartido. Cada uno ha dejado una impronta, pero no ha podido opacar su personalidad. No solemos pensar que la historia de un local no solo se escribe con sagas de apellidos compartidos, de hecho, es curioso cómo los distintos propietarios de un restaurante dejan su muesca, pese a que el establecimiento en sí tenga un carácter muy marcado.
Si contáramos La Pilareta como si fuera un tronco de pino y aplicásemos los principios de la dendrocronología, es decir, de la ciencia que que se ocupa de la datación de los anillos de crecimiento de las plantas arbóreas y arbustivas leñosas, veríamos un círculo especialmente marcado: 2000, año en el que Juan Carlos Santos y Paloma, su mujer, se quedaron con el traspaso de este bar de carta y modos tradicionales.
El 29 de marzo de 1917 La Pilareta, por aquel entonces llamada El Pilar, consiguió la licencia de actividad que le permitía cumplir con todo lo que se espera de una taberna. Antes funcionaba como ultramarinos. Tras las restricciones al hedonismo propias de la Guerra Civil, la propuesta del bar se afianzó: tapas clásicas y, por encima de todo, las clòtxinas que son himno, bandera, esencia e idioma. Dentro de él, hay dos términos: pilar y entero. El primero es un doble de cerveza, término que homenajea a Pilar Contell, la fundadora del bar, el segundo es una ración de las clòtxinas de la casa. Pedirse el dúo es cumplir con las buenas costumbres del local.
La vida antes de La Pilareta
Cuando se retiró Pilar, llegaron los hermanos Honrubia, célebres hosteleros en la ciudad. Tras un tiempo y por los juegos de dados que practica Dios, aunque Einstein dijera que no, Juan Carlos y Paloma se hicieron con el traspaso de La Pilareta. Pero antes hubo un desfile de gestores cuyos nombres se han emborronado. «En 2000 llegamos nosotros. No guardamos ninguna relación familiar con los distintos propietarios que ha tenido este local, pero puedo decirlo con seguridad: el estar aquí durante tantos años es crear algo muy especial, cuidar como si fuera de la familia este sitio, que es patrimonio histórico de València». Los azulejos del local atestiguan las dos décadas de cuidados y atenciones. Los toneles, la barra y los detalles en madera, así como los camareros Loren y Jaime, son el decorado invariable y esencial para reconocer La Pilareta entre la oferta gastronómica de la ciudad.
El matrimonio llegó hasta este chaflán de la agitada plaza del Tossal por circunstancias familiares. Los padres de Juan Carlos tenían un bar de barrio, uno de esos negocios que son la atención primaria del comer en las ciudades españolas y sus polígonos industriales. «No me gustaba nada. Ellos daban almuerzos y comidas. Estuve veinte años allí sin querer, de rebote. No me gustaba porque era una elección de mis padres y me vi sometido. Estudiaba por las noches al mismo tiempo, la compatibilidad era insoportable. Mis padres me obligaban entre comillas, yo tenía el compromiso, no tenía la desfachatez de salir corriendo. Entonces pasó el tiempo y al final estuve ahí veinte años, y cuando ya mi madre se jubiló, pues ya me dijo «búscate la vida, dijo mío». Empecé a buscar bares de traspaso y esto surgió de casualidad».
* Lea el artículo íntegramente en el número 99 (enero 2023) de la revista Plaza