Pepe Royo sigue pintando a los 82. Cuando era joven dejó la ciudad y se encerró durante cinco años en un refugio en el monte con su mujer. No podía visitarles nadie. Luego vino su fascinación por la Ibiza de los jipis y el éxito en Estados Unidos, donde se ha codeado con algunas celebridades
22/06/2024 -
VALÈNCIA. Pepe Royo es un contraste andante. Un hombre que se apoya en un bastón para caminar pero que calza unas zapatillas Munich último modelo. Un octogenario con la cabellera cana que no hace mucho se hizo un tatuaje en la mano en un recuerdo inconsciente a una película de Marlon Brando. Más clásica es su pintura, un derroche de luz y de color, como la canción de Marisol. Pero la vida de Royo no ha sido una tómbola y ha tenido mucho de seguridad, la que le proporcionaba su desahogada economía familiar. Aunque él no tardó en ser autosuficiente y hoy, a los ochenta y dos años, vive apaciblemente en mitad del monte con un Porsche guardado en la cochera. Todo lo ha pagado con esa pintura marcadamente mediterránea. «Yo vivo del arte desde los veinte años», advierte.
A los ocho años descubrió el impacto que podía causar su pintura, aunque eso vino después de un trauma. «Mi padre, por su oficio, trabajó como médico durante la Guerra Civil. Él era de derechas, pero València estaba en la lado republicano y entonces lo encarcelaron, le quitaron todo lo que tenía y lo mandaron a Chera, un pueblo al lado de Requena. Aquello era la miseria absoluta. Mi padre me demostró que era un buen hombre, porque, a pesar de haber bajado de golpe toda la escala social, continuó siendo un hombre fantástico y un médico extraordinario».
En Chera, como en todas partes, el colegio de las chicas estaba separado del de los chicos. Un día que el profesor había salido de clase un momento, Pepe, de ocho años, aprovechó, se levantó y cogió un trozo de tiza. Luego lo mojó en el tintero, subió a la pizarra y, fijándose en el retrato de Franco que había al lado, lo dibujó con todo detalle. «Lo reproduje con sus sombras, sus claroscuros, controlando la cantidad de tinta que cogía…». Cuando regresó el maestro, deslumbrado, miró a Royo y le preguntó: «¿Has sido tú, verdad?». Era el único que venía de la ciudad y que había crecido en un entorno más sofisticado. «El profesor se dio media vuelta y al rato volvió con la profesora de las chicas, que también se quedó maravillada. Luego llamaron a las niñas para que lo vieran y también se quedaron asombradas. Eso, en los años cincuenta, nadie se podía imaginar el efecto que causaba; era como si hubiera aparecido un extraterrestre. En ese preciso momento yo me di cuenta de que podía hacer cosas que fueran admirables para otros y que a mí me situaran por encima. Porque, a partir de entonces, todos me trataron con admiración y cariño. Me di cuenta de que yo quería hacer eso. Porque, además, era inepto para cualquier otra cosa: estudiar, deporte o lo que fuera».
Pepe Royo aguantó cinco años en la escuela. Luego se la dejó y se entregó a la pintura. Eso fue posible gracias a la mente abierta de un padre que entendió que, en lugar de condenar a su hijo a las aburridas clases en las que solo iba a aprender frustración, era mejor darle alas en lo que era bueno y le hacía feliz. «Nosotros éramos cuatro chicas y yo, así que, por cómo era todo entonces, tenía que ser médico por narices. Por eso, ante este panorama, hay que ser muy buen padre para ayudar a un hijo a hacer lo contrario».
El doctor Royo, un reputado urólogo, se propuso buscar a los mejores maestros de València para que ayudaran a su hijo. «Yo no he tenido maestros, he tenido mentores. Te decían lo que tenías que leer, los museos que visitar, qué ver… Estabas en sus manos». Sus dos grandes guías fueron Adolfo Ferrer Amblar y, cuatro años más tarde, con dieciséis, Pepita Nácher. «Hoy se me olvidan mil nombres, pero estos dos los recordaré siempre. Ellos me metieron el arte en el cerebro y en el corazón. Les estaré agradecido toda la vida».
Durante la conversación, Pepe va sacando cigarrillos de una cajetilla de Fortuna. Aunque luego contará que, en realidad, los lía a mano la mujer que trabaja en la casa. Cada cierto tiempo, saca uno y, antes de encenderlo, lo tiene en la mano un buen rato. Luego lo enciende y, en cuatro o cinco caladas, se consume. Fuma de una forma que apetece acompañarle. Meterse en su nube y aspirar la nicotina destructora. Pedir dos whiskies con hielo y lubricar la charla. Pero en la mesa solo hay un café del tiempo que Pepe no llega a tocar y un cigarrillo.
Royo ya vivía del arte a los veinte años. Poco después se hizo el ánimo de trabajar para exponer por todo el mundo. «Una cosa es que tú estés en tu estudio pintando y vendiendo, y otra, meterse en exposiciones. Te hacen falta marchantes, tienes que moverte de València, salir de España… Y en los años sesenta eso era inconcebible». Pero él hizo camino y alcanzó el éxito, especialmente en Estados Unidos. «He hecho ochenta y tres viajes a América, seis a Japón, cinco a México, y por Europa, incontables… No me gusta viajar. En absoluto. A mí me gusta estar en mi casa pintando. Es horrible volar y lo he hecho por obligación. Ha sido una paliza». El año pasado expuso en uno de los lugares más deslumbrantes del mundo: Rodeo Drive, en Beverly Hills (Los Ángeles). Allí lo trataron como a una estrella de Hollywood, pero lo vivió como algo demasiado artificial: «Me sentí como si fuera un jarrón chino. No me gustó que me sentaran en un sofá detrás de varios cordones de seguridad para que nadie se acercara. Ese no es mi papel».
Ahora solo quiere pintar y ser feliz en su pedazo de monte. Allí, cerca de sus gallinas y cruzándose con sus cuatro perros, pasa de un edificio a otro con esa camisa vaquera abierta por delante como un flamenco, rajada por el codo y salpicada de pintura. Camina entre naranjos, nísperos, algarrobos… Ladera arriba tiene algunos frutales. Y a la izquierda, una gran pinada que flagela al distraído. Le persiguen Tina, una perra negra como Tina Turner; Monet —«por el pintor y porque significa bonico»—, y Terry, una fusión entre Tom y Jerry.
Su carrera artística empezó en València, en sus estudios en el barrio del Carmen y en Mislata. Era un chico joven que adoraba pintar y pasar buenos ratos charlando con la gente en las tascas. Hasta que un día llegó Margarita, su mujer, y le dijo que eso se había acabado. Fue entonces cuando compraron un pedazo de tierra en el monte y dejaron atrás la ciudad. «Yo en Mislata tenía el estudio en una casa vieja que abajo tenía una tasca de las que a mí me gustan: tasca tasca. Venían allí los amigos, los marchantes, todo el mundo acababa ahí bebiendo y pasándolo bien. Pero tenía razón mi mujer: había que dejar la vida de confort. Porque allí, además, solo podía pintar interiores. Entonces nos hicimos un refugio pequeñito y llegamos a un acuerdo: ahí no podía ir nadie. Ni amigos, ni marchantes, ni familia… Así nos tiramos cinco años, aislados del mundo».
En aquella casa sin agua ni luz ni, por supuesto, teléfono, Royo dio un paso adelante en su arte. «Era una travesía del desierto para dejar algo atrás sin saber lo que podía venir por delante». En aquel momento necesitaba la soledad, vivir como un cartujo, retirarse del mundo para sacar al gran pintor que llevaba dentro. «Y esa era la única manera. Acepté porque vi que Margarita tenía razón. Hubiera llevado una vida cómoda, pero mediocre. En cambio, llegué aquí y encontré la luz, el color, todo. Y ahora me contemplan casi sesenta años de éxito».
Cinco años después, recuperó la llave de su casa, y entonces, pese a que en aquella época, en los años setenta, de España solo salían los emigrantes que iban a Francia a trabajar en la vendimia, Royo se fue a hacer las Américas. Y triunfó. Tres mil de sus cuadros han salido al extranjero. «Mi pintura halaga mucho el ojo con los colores: los azules, los blancos, los amarillos, el sol pegando en las flores… Es indicada para América, Japón y para todo». Royo enciende otro pitillo y explica que si él hubiera nacido o vivido en Toledo, por ejemplo, su obra hubiera sido otra. «Pero yo soy mediterráneo y eso no es solo comer paella y ensalada, es sentirse mediterráneo. Los artistas mediterráneos, desde hace 500 años, todos pintamos curvas. Rehuimos las rectas, los ángulos. Nos gusta el barroco, nos gusta la filigrana, las Fallas… Es una manera de sentir. Después tenemos el ojo preparado para la luz, algo importantísimo».
Royo había descubierto la luz y el color en el monte, pero le faltaba el mar, así que se compró una casa en Ibiza y otra en Mallorca. «A Sorolla le valió la playa de la Malvarrosa, pero a mí no». Cuando conoció a Margarita, cuando era un pintor desaliñado con el pelo por la cintura y ella «una pija con el pelo rubio vestida totalmente de blanco», la cogió y se la llevó a Ibiza. «Yo ya había ido. Cuando llegaron los primeros jipis, yo ya estaba allí, esperándoles. Yo también era jipi. Me influyeron mucho. En la música, en la estética, en la libertad de pensamiento… Era algo nuevo, algo distinto. Lo recibí con los brazos abiertos, aunque primero con los ojos abiertos: Joder, ¿esta gente de dónde ha salido?».
Aquel movimiento formado por hombres y mujeres que, en su mayoría, como él, venían de buenas familias, lo atrapó. Unos años fantásticos que sonaron a rock sinfónico. «Yo ya había mamado el rock en València, naturalmente, pero esta gente traía música nueva. Y diferente manera de escucharla. Era un estilo. No solo de vida, sino de forma de pensar. La mayoría tenía pasta. O sus padres, mejor dicho. Casi todos nos hemos hecho profesionales, pero ninguno olvidaremos nunca los tiempos de Ibiza. Era muy bonita. Como un cementerio de elefantes al que acudían artistas de todo tipo que se retiraban en una casita en mitad del campo. Los distinguías enseguida porque iban con chaqueta, con sombrero, con traje blanco, a lo mejor sucio o muy usado, con chaleco, con una corbata o unos pañuelos preciosos».
Allí conoció a personas fascinantes y algunas celebridades. «La lista de la gente que estuvo allí era increíble», recuerda sonriente antes de ponerse a hablar del mejor falsificador del mundo. No recuerda su nombre pero es muy probable que se refiera a Elmyr de Hory, que murió en 1976 en Ibiza. También a gente del cine como Orson Welles. «Yo era un chalao de poco más de veinte años que llegó hasta la isla porque en la tasca de debajo del estudio, tomando una copa, conocí a un tío que había venido a València a comprar féretros, porque en Ibiza no se hacían ataúdes. Me preguntó si le pintaría cosas de Ibiza para su empresa de muebles, y así es como fui la primera vez: pintaba un cuadro, me lo pagaba y me iba e invitaba a los otros ‘chalaos’. Son aventuras y batallitas que me gusta recordar porque estuvieron muy bien y porque soy un hombre nostálgico».
Aunque la pintura le atrapó más fuerte que el movimiento jipi. Su admiración por los grandes maestros es casi reverencial. Jamás olvidará la primera vez, siendo un niño, que vio en el Museo de San Pío V un San Sebastián de Ribera. «Estoy totalmente pillado por ese cuadro. Ribera era seguidor de Caravaggio, pero más contenido. Pero este cuadro es magia pura; es incomprensible. Un hombre joven, casi un chaval, está desmayado, y el cuerpo, como si estuviera muerto. No se puede ser más sensual y hacer un muerto más precioso. No había destrozos, solo una flecha en un costado. Pero la manera en que está pintado… Ese cuadro es un milagro porque hace 120 años servía de toldo en un camión de basura».
También se descubre ante su paisano Joaquín Sorolla. «Ese era un monstruo, y por eso hay que dejarlo ahí, aparte. Sorolla tiene más de 20.000 dibujos. Es imposible catalogar toda su obra. Pero tiene un cuadro que es un niño y una niña en la orilla del mar en la Malvarrosa. La niña lleva un vestidito rosa y el niño va desnudito, tiene la pancha sobre el agua y se incorpora ligeramente [para a mitad de su descripción para encenderse un cigarrillo, quizá para saborear el momento]. Está todo pintado fantástico. Pero si te fijas como te tienes que fijar, el culo del niño está brillante porque está mojado por el agua. Y cuando llega a la parte donde la luz se refleja en la parte húmeda, hay un espacio de diez centímetros, y en esos diez centímetros hay tanta información como en un chip. Nadie lo podrá comprobar, pero ahí está todo: la pincelada, el color, la pincelada suelta… Es como el poeta que con una frase ya tienes bastante».
Dicho esto, lanza la carta sobre el tapete. «Yo soy más de Pinazo. Era más persona, más humano. No era ambicioso, ni pretendía pintar 20.000 cuadros. Pintaba lo que quería cuando podía. Tenía su referencia, su casa en Godella. Ese era su mundo. Yo soy más de Pinazo. De los grandísimos pintores es muy difícil hablar porque están demasiado altos. Nadie puede decir nada sobre Velázquez. Ante Velázquez solo puedes tirarte al suelo y revolcarte. No hay palabras. Y casi lo mismo con Caravaggio».
Él no llegó a tanto, pero se hizo un nombre en Estados Unidos, donde adoran su obra. Allí ha conocido a muchos famosos. Le cuesta recordar los nombres, pero de repente le viene Little Richard, un pionero del rock and roll y autor de ‘Tutti Frutti’ y su famoso ‘Awopbopaloobop Alopbamboom’. «Lo conocí en el aeropuerto porque mi marchante le dijo si quería hacerse una foto con Royo. Dijo que no, porque no estaba maquillado. Pero luego estuvimos en el mismo hotel en San Francisco y nos juntamos en el bar. Siempre nos despedíamos igual. Yo decía: "Bye, Little Richard" y él respondía: "Bye, Little Royo"».
Nunca le ha podido la vanidad. «No, eso es imposible. Si eres pintor y no eres imbécil, no puedes ser vanidoso», dice con risa sincera e incontenible. Luego añade un matiz: «A veces tienes que aparentar que sí para vender tu obra, porque es lo que esperan de ti. Si no, te ponen el pie encima inmediatamente. Me acuerdo de que una vez, en San Francisco, estaba en una exposición donde, a la entrada, ponía con letras de oro: Picasso, Renoir, Dalí… Todos los pintores que tenían en esa galería, y al final pusieron a Royo. El dueño, un buen tío, me dijo: "Oye, estarás orgulloso, mira qué compañía tienes…". Y yo le respondí: "Sí, pero tú también lo debes estar porque yo soy el único de todos esos con el que te puedes ir a cenar…"».
En València hace dieciocho años que no expone. No quiere. Aunque ahora ha hecho una excepción, una especie de plato cocinado a seis manos con el músico Josué Vergara y el joyero Vicente Gracia. «Así nos juntamos los amigos y hacemos una ‘despedida’ de València. No me apetece exponer más en València. Le diría que no a todas las galerías de aquí. Las cosas se terminan».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 116 (junio 2024) de la revista Plaza
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