VALÈNCIA.- Son muchas las veces que he viajado a Salamanca. La primera apenas era una niña que cogía con fuerza la mano de mi madre por las historias que ella contaba, sobre todo cuando pasábamos por la llamada Casa de las Muertes. Lo hacíamos casi corriendo y sin querer mirar a ese portal, replicando lo que ella hacía de joven. He regresado a Salamanca más veces, a través de la picaresca del Lazarillo de Tormes, el amor cortés entre Calixto y Melibea, la sabiduría de fray Luis de León, el espíritu inconformista de Unamuno y la mirada de Carmen Martín Gaite en Entre visillos. Salamanca siempre ha estado ahí y hoy la vuelvo a visitar con la misma ilusión que antaño, emocionándome con esa imagen de la ciudad con el río Tormes en primer plano y las siluetas de sus dos catedrales de fondo.
Hacia ellas me dirigiré más tarde porque mi recorrido comienza en el corazón de Salamanca: su Plaza Mayor. Entro por uno de esos pórticos y me sumerjo en la vida de los charros, con esa algarabía de las terrazas y el ir y venir de personas que ni se inmutan por mi presencia. O soy yo, que me he quedado embelesada mirando los ochenta y ocho arcos de medio punto —la cifra está escrita en uno de ellos—, repasando los balcones para encontrar los que no pueden abrirse, o es evidente que ninguno de los lienzos de la plaza tiene la misma dimensión. Una plaza que paseo para encontrar el Novelty (el café más longevo de Salamanca) y tomarme algo, al igual que lo hicieron Unamuno, Torrente Ballester, Ortega y Gasset o Agustín de Foxá, entre otros muchos. El aire del local me recuerda un poco a los de Viena y, como aquellos, me transporta a otros tiempos, quizá a ese día de 1936 cuando se fundó Radio Nacional de España. En esas mismas mesas, leo más curiosidades de una plaza cuyas obras inició Alberto Churriguera y, al morir, finalizó Andrés García de Quiñones. No te contaré más; solo que en tu visita mires los medallones para buscar al rey repetido, el que fue destrozado a golpe de piqueta y los dos que faltan.
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Unas primeras horas en las que termino asomada en el balcón del restaurante Cervantes, abandonándolo cuando las luces de la plaza se apagan y me indican que es hora de descansar. Me acuesto sin saber que la piedra de Villamayor me guiará en mi recorrido, pues está presente en más edificios de la ciudad, otorgándole esa uniformidad y color que tiene Salamanca. Y es precisamente eso lo que descubro al caminar por sus calles, que ya de buena mañana están repletas de personas y estudiantes. Seguro que a todos ellos les han dicho eso de quod natura non dat, Salamantica non praestat (lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta). Por suerte, entre el cúmulo de ornamentos de la fachada de la Universidad de Salamanca encontré, ya de niña, la ranita sobre una calavera, lo que me indicó que estaba salvada e iba a aprobar los estudios. Precisamente me encuentro en la fachada de la Universidad (fundada en 1218 por Alfonso IX) buscando de nuevo esa ranita y admirando una de las obras más representativas e impresionantes del plateresco español.
No me quedo ahí y entro para conocer la Universidad y, concretamente, su edificio histórico de las Escuelas Mayores. Lo hago a través de una visita guiada —cuesta diez euros— que me lleva por aulas cargadas de historia y que formaron a grandes ilustres. En ellas, fray Luis de León pronunció su famosa frase «como decíamos ayer»; mientras que en el paraninfo, al comienzo de la Guerra Civil española, Miguel de Unamuno dijo: «Venceréis, pero no convenceréis». Una visita agridulce porque la biblioteca barroca, una de las más bellas de España, se tiene que ver a través de un cristal por su gran valor —custodia 785 incunables del s. XV—. Al salir se pueden visitar las Escuelas Menores para ver la popular pintura de El Cielo de Salamanca, pero me quedo con las ganas porque están de obras.
En busca del gran tesoro
De la ranita al astronauta y al dragón con un helado, pues estoy frente a la puerta de Ramos de la Catedral Nueva. Lo siento por quienes pensaban que era una visión del futuro de los renacentistas, pero lo cierto es que fue una idea de uno de los canteranos que participaron en la obra de restauración de la catedral. Particularmente, el rincón que más me gusta está detrás, donde se aprecia cómo ambos edificios están pegados el uno con el otro y, al atardecer, se despegan al teñirse de dorado la torre de la Catedral Nueva. Son auténticas escaleras al cielo que yo misma voy a visitar. La entrada son ocho euros y bien merece la pena, tanto por las vistas como para admirar la belleza de la construcción. Además, en ella te das cuenta cómo ambos templos son uno en esencia y su magnitud te sobrecoge. Eso sí, cuando subas al campanario ten cuidado, porque las campanas replican tan fuerte que el estruendo asusta, y mucho. Ríete de la mascletà...
Al salir me voy hasta el Huerto de Calixto y Melibea para saludar a la Celestina y darme una vuelta bajo la sombra de los árboles y plantas que se enlazan en las estructuras de metal. Me impregno de ese romanticismo y, al salir, regreso sobre mis pasos para ir al palacio de Anaya y buscar las caballerizas. Con cierta dificultad las encuentro y al pasar el umbral descubro una especie de mesón y taberna con la arquitectura propia de las caballerizas. En ellas, los jamelgos comían y, con su calor, calentaban a los estudiantes que vivían arriba. Un lugar perfecto para tomar una tapa y disfrutar de una buena cerveza.
Una parada que me permite recuperar fuerzas y seguir callejeando para ver la Casa Lis —hoy alberga el museo de Art Nouveau y Art Déco— y bajar al puente romano para revivir esa escena en la que Lázaro de Tormes y su amo inician el viaje por el puente romano, en un extremo del cual se levanta la figura de un verraco. No te quedes en la estampa típica de Salamanca porque pasear por la ribera es todo un lujo. Tanto, que cambio mis planes y decido comer allí mismo una hogaza y algo de jamón de la zona. ¡Qué lujo de comida!
Sigo mis pasos hacia el centro de la ciudad para volver a pasear por esas calles repletas de encanto y admirar la Casa de las Conchas. Lo hago a esta hora por el sol, que realza las conchas, las ventanas góticas, la puerta dintelada… detalles que la convierten en uno de los edificios más bonitos de la ciudad. Se dice que la elección de este elemento es una muestra de amor de Rodrigo Arias Maldonado a su esposa Juana Pimentel (el escudo de su familia estaba formado por barras y conchas) pero lo que más me llama la atención es que corre el rumor de que debajo de una de ellas hay un tesoro… ¿Alguien lo habrá comprobado alguna vez? Si entras, verás que hay una biblioteca pero sube a su segundo piso para ver mi rincón favorito, con las vistas de la Clerecía.
Salamanca, repleta de leyendas
Salamanca es una ciudad para pasearla de arriba a abajo, regresando a las mismas calles en las que ya has estado porque su gente y la luz la transforman por completo. Así lo hago hasta que llega la hora de cenar —¡qué bien se come en esta ciudad!—. En vez de irme al alojamiento decido dar una vuelta por sus calles iluminadas con la luz tenue de las farolas, alargando las sombras de las pocas personas que hay y sumiéndome en un aura de misterio. Pasos que parecen retumbar en mi imaginación y alimentar ciertas historias que han llegado a nuestros días, como la de la Casa de las Muertes, donde muchos residentes han muerto en trágicos sucesos o extrañas circunstancias. O en la Cueva de Salamanca, mandada tapiar por orden de Isabel la Católica pero descubierta en los años noventa tras unos trabajos arqueológicos. En la cueva, ubicada bajo la desaparecida iglesia de San Cebrián, el diablo impartía clases de artes oscuras a un número reducido de estudiantes —entre ellos, el marqués de Villena—. Leyendas que vienen a mi mente mientras la ciudad duerme y yo intento captar esa esencia.
Unos misterios que se desvanecen cuando el sol vuelve a iluminar la ciudad. Con esos rayos de sol repaso los lugares que ya he visitado, me pierdo por callejuelas, compro en el mercado Central —y sí, también la sudadera típica— y regreso a esa Plaza Mayor que late como la ciudad. Allí mismo recuerdo lo que Miguel de Unamuno dijo de ella: «Salamanca es una fiesta para los ojos y para el espíritu / Ver la ciudad como poso del cielo en la tierra de las aguas del Tormes».
Salamanca
¿Qué ver en Salamanca?
No te puedes perder el convento de las Dueñas, fundado en 1419 para acoger a las religiosas de la Orden de Santo Domingo. Hoy, son muchos los que se acercan hasta él para comprar los amarguillos elaborados por las monjas, pero yo lo hago por su interés cultural y arquitectónico. La entrada son dos euros y lo más interesante es su claustro renacentista, con cinco lados desiguales y dos pisos, y unas vistas singulares a la Catedral de Salamanca.
Tampoco te puedes perder el convento de San Esteban es un lugar repleto de encanto en el que conocer más sobre la orden, admirar el espacio —su claustro, la escalera de Soto y el retablo Mayor son de gran belleza— y descubrir su historia. Por ejemplo, Colón se hospedó aquí cuando expuso ante los geógrafos cómo se podía llegar a las Indias navegando hacia Occidente y santa Teresa de Jesús acudía al confesionario en busca de consejo.
¿Cómo viajar a Salamanca?
En coche. La mejor opción es ir en Coche desde València. El trayecto dura unas 5 h y 38 min (564,2 km) por A-3.
¿Dónde puedo conocer más sobre Salamanca?
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* Este artículo se publicó originalmente en el número 88 (febrero 2022) de la revista Plaza
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