VALÈNCIA. Por mucho que me busqué, no encontré mi nombre en la lista de los solteros más codiciados de España. La lista fue publicada a finales de año, por lo que es probable que alguno se haya apareado por estas fechas. Entre ellos sobresalían carcamales como Bertín Osborne e Isabel Preysler, junto a jovenzuelos como Laura Escanes, Aitana y Felipe Juan Froilán. Pero un servidor no figuraba en esa lista de privilegiados.
Si la relevancia de la soltería se tuviese que medir por la calidad de un metal, ¿cuál me correspondería? Descartado el oro, ¿plata o bronce? Estoy fuera del podio. ¿Cobre? Tampoco se me alcanza con lo preciado que está para las bandas de ladrones albano-kosovares. Me veo más como un soltero de estaño, humilde y aseado, consciente de sus límites.
Como vivo solo, tengo tiempo para pensar y he llegado a la conclusión de que hay tres tipos de soltería: la vocacional, la que se lleva en los genes y es un credo para quien la profesa; la forzosa, en aquellos que intentaron emparejarse y fracasaron, y la sobrevenida, en los que probaron el dulce veneno de la convivencia, pero que por circunstancias de la vida se separaron, divorciaron o enviudaron.
En España hay más de catorce millones de solteros, lo que equivale a más de un tercio de la población. Pero solteros genuinos, es decir, personas que vivan solas, hay cerca de cinco millones. Los hogares unipersonales crecen tanto como la soledad. La media de edad del soltero es de cuarenta años, cuando ya se le han visto las orejas al lobo.
"Un amigo me aconseja que me apunte a Tinder o Meetic, o que vaya a una cena de singles. Le contesto que lo pensaré, por no ser descortés"
El soltero, además de una criatura solitaria, es un ser maltratado por la sociedad y el Estado. Así, los beneficios fiscales son para los matrimonios con hijos. Los supermercados ofrecen productos para familias. ¿Qué hacer con esas bandejas de solomillos de pollo que pesan un kilo? Los hoteles tampoco tienen miramientos para los no emparejados. Merecemos un trato más justo porque también contribuimos al sostenimiento de este Estado cleptómano. Además, cuidamos de los padres y les concedemos cualquier capricho a los sobrinos.
Los solteros se reconocen con una mirada, como unos turistas gais en Salou. Con excepciones, somos gente educada, cabal y sensible. Entre nosotros unen mucho los platos precocinados, la cama sin hacer, los platos en el fregadero y las series vistas los sábados por la noche, a falta de un mejor plan.
La soltería es más que un estado civil: es un estado de ánimo, sin esperar nada de los demás. El soltero tiende a la melancolía porque se ha quedado solo. Le faltó coraje o insensatez para emparejarse. Si tiene cierta edad ha devenido en solterón o solterona, como la protagonista de Calle Mayor. «¡Te vas a quedar para vestir santos!», amenazaban las madres a sus hijas poco agraciadas hace siglos. Para mí, el riesgo del soltero es que se complazca en su aislamiento y acabe siendo un amargado. Por eso enferma más y muere antes que un casado. He conocido a varios, y no me gustaría ser uno de ellos.
Un amigo muy querido me ha intentado tranquilizar diciéndome que no todo está perdido. La soltería —explica— se puede revocar, como una condena injusta. No hay que perder la esperanza, pues hay solteros de toda la vida que acabaron casándose, y disfrutaron de una vejez placentera. Mi amigo, un optimista histórico, aún cree en los milagros. A estas edades, ¿qué queda en el mercado? Retales, piezas con taras ocultas, últimas rebajas. Chollos, ninguno. Mi amigo me aconseja que me apunte a Tinder o Meetic, o que me deje caer por una cena de singles. Le contesto que lo pensaré, por no ser descortés. Pero no me quedan ganas de volver a intentarlo. Me he acostumbrado a la soltería. Incluso estoy por comprarme un loro para no perder el hábito de la conversación. Un loro de plumas verdes y amarillas. Basilio se llamará.