Fue uno de esos días que hacen historia. Pasarán los años y ahí seguirá, en la zona privilegiada de la memoria. Fue el 29 de marzo, Viernes Santo. A las 18:26 horas me despedí de mi madre y salí a la calle. El suelo estaba mojado. Había llovido por la mañana. Muchos vecinos se habían ido fuera, con ganas de disfrutar del último periodo de paz en Europa, y otros, por voluntad o necesidad, nos quedamos en casa.
Aquella tarde de un cielo gris plomizo tomé una decisión insólita. Salir a la calle sin teléfono móvil. Quería experimentar una sensación nueva para sacudirme la rutina. Dudé si hacía bien. Al caminar sin móvil, desafiaba el statu quo; al menos así lo pensaba cuando me crucé, subiendo por la calle de la Feria, con una nazarena descapuchada que acumulaba todos los desengaños de una Semana Santa pasada por agua.
Recordé a Lenin y a Mussolini e imaginé cómo se hubieran sentido: el uno tomando el Palacio de Invierno en 1917, y el otro en la Marcha sobre Roma en 1922. Yo también era uno de ellos; a mi manera combatía a los zares de Silicon Valley, culpables de enriquecerse a costa de sorberles el alma a los niños y los jóvenes. Me enfrentaba al Gran Dinero y a sus lacayos, los gobiernos occidentales.
Conocedor de los peligros a los que me exponía, aminoré la marcha y agucé la vista al llegar a la plaza Mayor, donde familias merendaban en la terraza de una chocolatería. Nadie sospechó que era un insumiso digital como Ray Loriga. Por un acto reflejo me palpé el bolsillo derecho de la trenca. Iba a consultar mi último wasap. Todo revolucionario flaquea en momentos decisivos, y se enfrenta a contradicciones. Lo importante es ocultarlas y vencerlas.
Observé a pandillas de zombis en la calle Mayor. No hablaban entre ellos. Cabezas rendidas a las pantallas. Esos adolescentes han consumido trillones de imágenes desde la infancia. Hoy consumen sesiones con psiquiatras. Déficit de atención, hiperactividad, depresión, ansiedad y tentativas de suicidio; todo ello es por la adicción a las pantallas, invento de Satanás, mucho peor que la cocaína y a la par que el fentanilo.
Cabezas rendidas a las pantallas. Esos adolescentes han consumido trillones de imágenes desde la infancia. Hoy consumen sesiones con psiquiatras
En el pasaje de Lodares, turistas despistados sacaban fotos de este hermoso edificio modernista. No pueden vivir sin su celular, como dice mi amigo colombiano Winston. Por fin llegué a la calle Ancha. Encaminé mis pasos hacia el parque. Sería mi prueba de fuego. A lo lejos vi la luz azul de un coche de la Policía local. Me dije que debía aparentar tranquilidad. Cuando el coche se acercó, me fijé en la agente. Ella me miró. Pensé que todo había acabado. Pararían el vehículo. Me pedirían la documentación. Me pondrían las esposas y me meterían en el coche rumbo a la comisaría. Allí me leerían los derechos. Quedaba detenido por desórdenes públicos. Tenía derecho a una llamada y a un abogado. Sin embargo, la agente desvió la mirada y se puso a hablar con el compañero.
Lo peor había pasado, pero no podía bajar la guardia. El destino podía ponerme de nuevo a prueba. Era un hombre sin atributos, es decir, sin móvil. El mío es modesto, un Samsung que no supera los 250 euros en el mercado. Soy un paria, en efecto. Aún recuerdo mi primer cachivache, un Nokia negro, con el que hacía y recibía llamadas.
Cerca de la plaza Benjamín Palencia comenzó a llover mansamente. Encontré refugio bajo los toldos de la terraza La Fuente. Eran las siete de la tarde. Fue un espectáculo supremo ver a los coches circulando bajo la lluvia, y a peatones corriendo para guarecerse en un portal. Fui a hacer una foto. Otra incongruencia del revolucionario. No importaba. Estaba viendo el mundo con mis ojos y no a través de una pantalla. Extendí la mano y la lluvia me la mojó. La vida se manifestaba sin engaños, con toda su crueldad y toda su hermosura.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 115 (mayo 2024) de la revista Plaza