VALÈNCIA. Bajaba en el ascensor cuando fui interceptada por la vecina del quinto, cargada con bolsas de basura y una vieja y rota lámpara. Tras una breve cháchara hasta la calle, la señora avanzó unos pasos hacia los cuatro contenedores que vigilan el portal y, sin dudarlo ni un instante, tiró en el marrón de los residuos orgánicos todo lo que llevaba, incluida la lámpara con sus cables colgando. Es un caso entre cientos de miles de pobladores de una ciudad distinguida con el título de Capital Verde Europea 2024, un prestigioso galardón que en España solo Vitoria había obtenido antes.
La corporación municipal se impuso en la final a Cagliari subrayando sus cerca de 600 hectáreas de zonas ajardinadas; su modelo de movilidad sostenible, con casi 200 kilómetros de carriles bici; la peatonalización de sus plazas más céntricas, o la producción autóctona de frutas y hortalizas de la huerta. La Comisión Europea reconocía los logros de València en turismo sostenible, neutralidad climática y transición verde justa e inclusiva, contaban las crónicas de la victoria. Pero, en concreto, se valoraban positivamente doce indicadores muy precisos, entre ellos, la calidad del aire, la medición del ruido, la gestión de los residuos o el rendimiento energético. Porque ni Vitoria ni València consiguieron el premio por su V de verde, una coincidencia de letra que sirve de guiño para hacer sentir el aroma fresco de la sostenibilidad, un concepto bastante manoseado que sufre a veces de disfunción semántica. Presunta víctima del greenwashing permanente ha sido, sin embargo, el término que acompañará al nombre de nuestra ciudad como eslogan para el año de reinado: València Sostenible. Lo anunció la alcaldesa unos días antes de Navidad en el Palau de la Música, lugar elegido para reivindicar el Jardín del Turia como elemento sustancial en los fastos del año de la capitalidad.
"El galardón debería servir para consolidar la ciudad como líder en políticas de adaptación y mitigación del cambio climático en el Mediterráneo"
La propuesta de María José Catalá pasa por «no inventar nada nuevo», acabar lo que está empezado (el Parque Central y el Parque de la Desembocadura del viejo cauce) y mejorar las condiciones de La Albufera, para la que se pedirá ser Reserva de la Biosfera, un deseo que depende del cumplimiento de estrictas variables ambientales difíciles de maridar con con los usos sociales y económicos del lago y su entorno.
La estrategia se acomoda a la gran importancia que los valencianos dan a las zonas verdes, a las que acostumbran a ir diariamente cerca de la mitad de los encuestados para el último Infobarómetro sobre temas de medio ambiente encargado por el Ayuntamiento. Además del amor por los jardines, un 37,2% de los más de dos mil entrevistados está preocupado por la contaminación de las playas y de La Albufera, aunque son mosquitos, cucarachas o ratas lo que más inquieta a los residentes. La culpa es del anterior Gobierno, dice el actual, por no limpiar lo suficiente, ignorando al vecino molesto que ha venido para quedarse y tiene mucho que ver con el aumento de plagas, no solo en València. Se llama cambio climático, vive en todas partes y no entiende de ideologías.
El año como capital verde debería servir para consolidar a València como líder en políticas de adaptación y mitigación del cambio climático en el Mediterráneo al ser la primera ciudad del área, tan afectada por el calentamiento global, en conseguir el reconocimiento europeo. Confiamos en que las necesidades de la otra política, con negacionistas climáticos dentro del gobierno municipal que abominan de la Agenda 2030 y votaron en contra de la Capitalidad como acontecimiento de interés público excepcional porque no comparten “la filosofía”, no tengan efecto decolorante y el verde europeo tiña la ciudad para conseguir que la del quinto eche la basura donde toca y visite un ecoparque.