VALÈNCIA. Por extraño que parezca, en España hay aún instituciones que funcionan. El Museo del Prado, por ejemplo. La principal pinacoteca del mundo abre y cierra con puntualidad, recibe a millones de visitantes cada año, cuida a sus trabajadores y organiza exposiciones temporales con extraordinaria diligencia. A mi juicio, el Prado es una de las tres razones para estar orgulloso de ser español: las otras dos son la lengua castellana y Miguel de Cervantes.
Visité el Prado dos días del reciente verano. Antes de continuar, debo aclarar que soy miembro de la Fundación Amigos del Museo del Prado. Al entrar me informé de la exposición temporal Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910). Sorolla figuraba entre los pintores de la muestra. El artista valenciano, por la relevancia otorgada a su obra, recibe el tratamiento de grande de la pintura española.
El Museo del Prado es inabarcable en una o dos visitas. Las obras expuestas rondan las 1.800, entre cuadros, esculturas y otras piezas decorativas. Hay que escoger qué pintores interesa ver o dejarse llevar, como yo hice. Mientras paseaba por el pasillo central, bajo la mirada altiva de Carlos V, pintado por Tiziano, sentí compasión por grupos de turistas extranjeros que corrían de una sala a la otra, dirigidos por un guía que les contaba la vida amorosa de Felipe IV. Casi todo el mundo respetaba la prohibición de no sacar fotos. Una vigilante me llamó la atención por captar una imagen de Las Meninas. No se despegaba del lienzo por temor a que surgiera, de entre el público, uno de esos iluminados que protestan por la «emergencia climática».
Gran parte de la obra expuesta en el Prado es de los siglos XVI y XVII. Proviene de la colección privada de los Austrias. Felipe II y Felipe IV fueron mecenas. Carlos III ideó la construcción del museo y eligió al arquitecto Juan de Villanueva para llevarla a cabo. Concebido en un principio como un Gabinete de Historia Natural, el futuro Prado fue construido durante los reinados de Carlos III y Carlos IV. El edificio quedó en ruinas durante la Guerra de la Independencia. Fernando VII decidió la rehabilitación del museo, que fue inaugurado en 1819 bajo el nombre de Museo Real de Pintura. Entre los Austrias y los Borbones hubo de todo, pero lo innegable es que dejaron como legado un patrimonio artístico del que los inquilinos del siglo XXI disfrutamos. Me pregunto qué dejarán los poderosos de hoy a las futuras generaciones, salvo el polvo de sus rapiñas.
Aquellas dos visitas escogí a los grandes, si es que hay algún artista menor en el museo. A Velázquez —con qué respeto pinta el sevillano a los humildes de la época: al enano Francisco Lezcano, a la vieja que fríe un huevo, a los borrachos…—. A Goya, suma de distintos pintores, pues nada tienen que ver los majos de la pradera de San Isidro, pintados con el pincel optimista de un ilustrado, con el pintor de cámara que retrata a la familia inquietante de Carlos IV, o al viejo sordo de las pinturas negras. ¿Y el Greco? Artista enigmático, elegancia estilizada, siempre reconocible. Los bodegones y el cordero de Zurbarán, la Anunciación de Fra Angelico, el humano demasiado humano de Caravaggio con su Ecce homo, Las tres gracias de Rubens…
Como en la novela de Manuel Mujica Lainez, me imagino a los personajes de esos cuadros saliendo de sus marcos, una vez llegada la noche, hablando entre ellos, riéndose, paseando por las salas sin ser molestados por las miradas curiosas de miles de turistas, a la espera de que llegue el alba para volver adonde solían, expuestos a la vista de un público que rinde pleitesía a una de las glorias de España, el Museo Nacional del Prado, tesoro único y tanto más valioso que todas las monarquías y repúblicas que puedan imaginarse juntas.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 120 (octubre 2024) de la revista Plaza